Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

El Procés ante la delgada línea entre el disparate y la estupidez

El futbolista Neymar.

Pau Marí-Klose

El pasado viernes se dio a conocer una carta en que Neymar se despedía de la afición culé. Su marcha no había estado exenta de polémica por lo que, quizás, en un gesto para recongraciarse con los seguidores espetó: “El Barça es una nación que representa a Cataluña”. No faltaba lógica a la aparente extravagancia. Si el Barça es una entidad deportiva que es “más que un club”, un estatus obvio en una liga de muchos clubs que no pasan de ser simples clubs era ser una nación.

Pero no nos cebemos con un pobre futbolista que no ha venido a Europa a manejar con soltura conceptos tan escurridizos como el de “nación”. Ni siquiera nos cebemos con Guardiola, tan pulcro y medido en sus ruedas de prensa como entrenador de fútbol, pero que en una congregación nacionalista reciente leía obedientemente un panfleto en que se pedía ayuda internacional contra “los abusos de un Estado autoritario”. Fútbol es fútbol. No pidamos peras al olmo. En adelante, me referiré solo a declaraciones de personas que participan activamente en el Procés como representantes políticos, cargos de designación política o intelectuales significados por su posición sobre el tema, y a los que cabría presuponer competencias y conocimientos suficientes para evitar el disparate.

El mismo día que leíamos las declaraciones de Neymar, el inefable Rufián, diputado y graduado en Relaciones Laborales, ofreció un día más su contribución en su incansable lucha por recordar a sus seguidores que España no descansa ni en agosto en su ímprobo ejercicio de opresión sobre Cataluña. En lo que se está convirtiendo en un vertedero de disparates −tuiter−, el diputado decía: “Ya es mala suerte que la empresa de seguridad de la hermana de Núñez Feijoo trabaje en 27 aeropuertos y sólo haga huelga en el de Barcelona”. Al parecer la empresa hacía huelga.

Ese mismo día, Agustí Colomines, profesor universitario y director de la Escuela de Administración Pública (dependiente de la Generalitat), nos relataba en vivo y en directo la situación del aeropuerto del Prat: “Sóc a l'aeroport i us puc assegurar que aquest caos és orquestrat”. Nos lo podía asegurar.

La semana pasada fue un sindiós. En siete días dio tiempo a esto, y a que Empar Moliner, ingeniosa escritora y presentadora de la televisión autonómica catalana, escribiera en el diario Ara que “ser catalán en España es como ser gay en Marruecos, salvando las distancias”. Lejos de imponerle un cordón sanitario, algunos dirigentes nacionalistas encontraron afortunada la comparación. Junqueras se hacía eco de la frase en su cuenta de tuiter. Santi Vila, el que fue en su día presentado como el consejero sensato que podría llegar a reencauzar el Procés hacia una salida negociada, abundó en la idea en una recepción institucional para celebrar los diez años del festival de ocio gay. Sus palabras: “los catalanes y los gais tenemos muchos aspectos muy parecidos”, como por ejemplo “el compromiso con la generación de riqueza, la voluntad de ser como somos y una idiosincrasia muy abierta”.

La antología del disparate en torno al Procés merecería una enciclopedia. Las redes sociales son, sin duda, espacio propicio para la diarrea mental. Junto a Rufián o Colomines, se apiñan a diario escribidores varios en búsqueda de su minuto de gloria. Algunos han pasado del anonimato a tener decenas de miles de seguidores ansiosos por leer su enésima expresión de ingenio y procacidad sobre la maldad del Estado, el venturoso futuro que espera a Cataluña fuera de él, o los éxitos de la Generalitat en suscitar adhesiones internacionales a su causa (las últimas las de Yoko Ono y Hristo Stoikov).

Pero mis disparates favoritos no son tuits, expresiones etéreas de un pensamiento instantáneo condenado a desvanecerse rápidamente en la nube. Mis disparates favoritos se han puesto negro sobre blanco en la prensa escrita o incluso en sesudos libros, habitualmente generosamente subvencionados.

Un ejemplo esperpéntico es la labor del Institut de Nova Història para ofrecer una nueva perspectiva histórica que reconozca plenamente el papel de la nación catalana en la historia y permita divulgar la catalanidad de personajes universales. Gracias a su trabajo “sabemos” que Colón, Cervantes, Teresa de Jesús o Miguel Servet eran catalanes, y que la Celestina o el Lazarillo de Tormes fueron escritos originalmente en catalán, luego traducidos y sus originales destruidos. Habrá quien piense que me estoy refiriendo a un grupo de frikies ignorados por el mainstream intelectual y político catalán, y cierto es que sus “hallazgos” no abren los telediarios de TV3. Pero en 2013, ERC galardonó al INH con el Premi Nacional Lluís Companys, y son muchos los políticos e intelectuales que se han referido en reiteradas ocasiones a sus tesis.

Uno de los usos más comunes de la historia es el que avala la singularidad (e insinúa la superioridad) de los catalanes. Desde este punto de vista, Cataluña no sería la tierra de mestizaje en que la inmensa mayoría de la población ha nacido en otra comunidad autónoma o tiene antepasados y parientes nacidos fuera, o donde el castellano es la lengua más hablada. Cataluña tendría raíces milenarias que conforman una personalidad propia, un Geist genuino e irreductible.

La expresión más disparatada de este argumento creo que se la debemos a Artur Mas, en una impagable entrevista de Pilar Rahola en La Vanguardia. Decía el por entonces Molt Honorable que Cataluña tenía un ADN cultural derivado de su pertenencia al Imperio de Carlomagno (siglo IX), “un cordón umbilical que nos hace más germánicos y menos romanos”. Otros, como el abogado y articulista Jordi Cabré Trias −director general de Derecho y Entidades Jurídicas de la Generalitat− prefirieron evitar circunloquios: “Somos mejores”. Se dice y punto.

Aunque me he ocupado aquí solo de disparates del nacionalismo catalán, ni mucho menos pretendo defender que no haya muestras, y abundantes, de disparate en las filas de quienes se oponen al movimiento independentista. Alguna de las expresiones más logradas de la literatura del disparate procesista (o pre-procesista) se las debemos a “no-nacionalistas” que cepillaban el Estatut, querían españolizar a los niños catalanes o pretendían que el gobierno enviase a Cataluña un general de Brigada de la Guardia Civil.

Convivimos con una tasa relativamente persistente de disparates, pero parece poco dudoso que bajo ciertas condiciones ambientales esa tasa tiende a dispararse (así como, desafortundamente, la tolerancia social a los generadores de disparates). Cataluña ha reunido muchos de los factores catalizadores del disparate desde que comenzara el Procés: crisis económica que solivianta ánimos, antagonismo social y polarización política, agitación populista, medios que sobreviven con subvenciones públicas, el acercamiento de la nueva política a las redes digitales, espirales de silencio… No es cuestión de pergeñar aquí una sociología del disparate, pero sí de alertar sobre el riesgo de que detrás de mucho disparate haya además estupidez.

Decía Carlo M. Cipolla, en un inolvidable ensayo de género gamberro (Las leyes fundamentales de la estupidez humana), que una persona estúpida es aquella que causa daño a otra o grupo de otras personas sin obtener, al mismo tiempo, provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio. Parece que en los últimos meses entramos en una zona crítica en que el disparate se hace cada vez más estúpido. Es esa zona en que, como señaló Puigdemont en uno de sus incontables disparates, “Cataluña no tiene miedo” sino que “les damos miedo y más miedo que nos tendrán”. El independentismo parece cifrar sus mayores esperanzas −y hay quien lo expresa abiertamente− en que el gobierno central cometa una estupidez, y pueda liarse parda. Es decir, se busca algo tan estúpido como provocar una reacción estúpida con un disparate. Ante semejante situación es imposible evitar la sensación de que nuestro futuro va a ser escrito por una panda de nihilistas (estúpidos) cuya mayor aspiración es “petarla” en tuiter, cueste lo que cueste. A todos, a nosotros y a ellos.

Etiquetas
stats