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Referéndum del 1-O: ¿fin de la historia o nuevas anticipadas en clave plebiscitaria?

El presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, junto al vicepresidente Oriol Junqueras en una imagen de archivo.

María Eugenia R. Palop

En el conflicto que hoy ha abierto en Catalunya el referéndum del 1-O son pocos los que niegan la legitimidad del derecho a decidir, entendido como la máxima expresión del autogobierno y vinculado siempre a un incuestionable principio democrático. Ciertamente, el derecho a decidir no está recogido como tal en ninguna norma jurídica (a diferencia del derecho de autodeterminación) más allá de lo que puede leerse en la STC 42/2014 sobre la Declaración de Soberanía del Pueblo de Catalunya, que lo define como una aspiración política a la que solo puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad constitucional. También es cierto que desde el punto de vista del Derecho Internacional, Catalunya, al no ser un pueblo políticamente soberano (dado que su autodeterminación no es ajena a la del pueblo español), no puede decidir unilateralmente rompiendo la integridad del Estado (desconexión) salvo mediante un acuerdo bilateral. Y aunque la casuística es amplia, y las interpretaciones pueden ser variadas, no parece que el caso del referéndum del 1-O pueda equipararse, sin más, a los casos de Québec, Escocia o Kosovo, por citar los más emblemáticos.

Con todo, no hay ninguna duda de que el derecho a decidir es una reivindicación legítima que si no puede ejercerse con garantías es porque en España el Gobierno central lleva décadas cortocircuitándolo, tanto en Catalunya como en el País Vasco.

Al amparo de un texto constitucional más que discutible y a lo largo de nuestra ya no tan breve historia democrática, la gestión de este asunto por parte del Gobierno central se ha debatido entre varias alternativas tan falaces como fallidas:

a) La negación del conflicto o de su legitimidad obviando que el modelo central cuestionado puede padecer, como es el caso, de un grave déficit de legitimidad democrática.

b) La visión dogmática, rígida y cerrada del reparto vigente de soberanías, de la distribución de las competencias y el poder político y social, a fin de intensificar procesos recentralizadores claramente antidemocráticos.

c) La afirmación de la (falsa) “neutralidad identitaria” del Estado sin considerar que cualquier sistema de estructuración política, incluido el español, es, en buena parte, identitario.

A estas estériles estrategias, que han ocasionado situaciones de ingobernabilidad como la que se vive hoy en Catalunya, se ha unido, indubitado, nuestro Tribunal Constitucional, que se ha pronunciado en varias ocasiones sobre la cuestión. En 2008, sobre la consulta vasca (STC 103/2008), y en 2015, al examinar la consulta no referendaria catalana (STC 31/2015), para afirmar, por supuesto, que el referéndum consultivo es competencia exclusiva del Estado y que los intentos de configurar instrumentos de consulta alternativos son inconstitucionales. Sentencias a las que hay que sumar la STC 31/2010 que impuso a Catalunya la voluntad unilateral del Estado y que, como dice Pérez Royo, materialmente, destruyó las garantías en las que descansaba la constitución territorial del 78, porque sin pacto político y sin referéndum no hay constitución territorial.

Lo cierto es que Gobiernos como los del Partido Popular, depositarios de las esencias más autoritarias y de las interpretaciones más regresivas de los acuerdos surgidos de la Transición, han visto en estas decisiones una oportunidad para externalizar el conflicto y no sufrir el desgaste electoral que, lógicamente, le supone el continuo sabotaje al que someten a ciertos territorios en este país. Y lo ha hecho al punto de otorgarle al Tribunal una capacidad ejecutiva ad hoc orientada exclusivamente a limitar las aspiraciones soberanistas en Catalunya, resistida por tres votos particulares, y completamente inédita en el derecho comparado. Como señala el Síndic de Greuges de Catalunya en su último informe, resulta escandaloso que el Tribunal Constitucional pueda someter a control jurisdiccional resoluciones parlamentarias de carácter estrictamente político, pero ahí está.

De manera que el referéndum del 1-O es legítimo en una Catalunya a la que se le ha impuesto un Estatuto contra su voluntad, a la que se le ha negado la soberanía política al amparo de una legalidad cuestionable, y a la que se ha reprimido, por vías más que dudosas, sus aspiraciones soberanistas y democráticas, recurriendo incluso a la posible suspensión de su autonomía (art. 155) o al delirante estado de excepción (art. 116).

Sin embargo, lamentablemente, creo que también puede dudarse del modo en el que Junts pel Sí ha conducido y liderado una reivindicación que surgió masivamente en las calles hace ya ocho años y que ha alcanzado altísimos índices de apoyo. La hoja de ruta con la que ganó las catalanas de septiembre 2015 recibió un espaldarazo ambivalente y desde sus inicios vino lastrada por una cierta debilidad democrática, dado que solo el 47.8% de los votantes que acudieron a las urnas apoyaron las opciones independentistas. Y hoy esa hoja de ruta parece haber colapsado: no se ha iniciado ningún proceso constituyente; la ley de transitoriedad jurídica que tenía que haber dado lugar a un marco legal que amparase la unilateralidad no se ha saldado con una DUI (declaración unilateral de independencia) sino con un referéndum; y lo que tenemos frente a nosotros es una nueva consulta presentada como un punto final épico de proyección histórica, pero que en realidad acabará abriendo la puerta a otras elecciones anticipadas en clave plebiscitaria.

A todo esto se une que la declaración del Parlament que ha servido para convocar el referéndum del 1-O, con una cámara dividida en dos, ha inferiorizado el espacio de colaboración plural que se abrió con el Pacte Nacional pel Dret a Decidir y el Pacte Nacional pel Referéndum, y ha acabado generando un clima de confrontación que se solventa a base de planteamientos simplificadores, binarios y maniqueos, y acudiendo a continuos testeos de autenticidad soberanista. Una confrontación que se traduce en una degradación simplista del rico ecosistema político y de la esfera pública politizada que han podido disfrutar los catalanes en estos últimos años.

La presión del “ahora o nunca”, “conmigo o contra mí”, o la idea de que la alternativa a no hacer este referéndum es no hacerlo en absoluto, está lastrando el necesario diálogo que debería entablarse entre las distintas fuerzas políticas y no parece que esta sea la mejor manera de alcanzar los objetivos deseados. Es más, en este contexto de radicalidad democrática, los tics autoritarios solo sirven para afirmar lo que niegan, y el ansia y la desesperación acaban por reforzar una imagen de performatividad que no resulta nada conveniente.

En esta situación, tampoco ayuda, desde luego, todas las incertidumbres que el propio Govern no ha sabido despejar dado que no se ha llegado a ningún tipo de acuerdo o propuesta sobre cómo evaluar, una vez se produzcan, los índices de participación; la interpretación de resultados o el eventual carácter vinculante que tales resultados pudieran tener; no hay prácticamente nada firmado ni sobre la convocatoria ni sobre la compra de urnas; y no se sabe qué harán los Mossos ante una posible orden en contrario. Por eso no se entienden las airadas descalificaciones de las que ha sido objeto el Ayuntamiento de Barcelona, cuando frente a una exigencia de compromiso anticipado y sin fisuras con la desobediencia institucional, ha pedido tiempo y ha llamado a la calma.

En fin, está claro que el crecimiento del independentismo y el de las posiciones soberanistas es uno de los retos más potentes que tiene frente a sí la Vieja España, y es posible que esta convocatoria relance de nuevo la movilización social más allá de la divisoria independencia sí/no, forzando la celebración de un referéndum con todas las garantías. Pero la verdad es que ahora, a la vista del modo en que se están conduciendo las cosas, nada parece indicar que el legítimo referéndum del 1-O vaya a representar ni la victoria final, ni el fin de la historia.

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