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Resistir en la izquierda del tablero

María Eugenia R. Palop

Se cuentan por miles las personas que han perdido una vida a la izquierda del tablero. Que han perdido todas las batallas, las elecciones y las apuestas, luchando, desde sus barricadas, por cuatro buenas ideas. Estigmatizados por no haber aprendido (ni aprehendido) con los años las tristes reglas del juego, en la izquierda del tablero vociferan esos dignos perdedores a los que les duelen menos las pérdidas que la falta de identidad y de coraje.

Sus siglas pueden ser muchas como podría no ser ninguna, pero tienen un proyecto de izquierda, un programa de izquierda y hasta una misión de izquierda. Se saben de izquierda y pueden acreditar que la izquierda existe, porque ellos están ahí, contra todo pronóstico, desde tiempo inmemorial, en los sindicatos, en los centros de trabajo, entre el precariado y entre los parados, en las movilizaciones, en las calles, en las plazas, en las universidades… intentando desvelar, con escaso éxito, seguramente, las 1.001 caras de la política neoliberal.

Sus vidas son el testimonio de un fracaso tan incómodo que algunos querrían borrarlas de un plumazo con un fulgurante viaje a esa gran meta colosal que siempre representó la “centralidad del tablero”. Por lo que parece, allí corren los ríos de abundancia, y uno puede relajarse, por fin, en un inmenso sofá, viendo la tele y criando malvas. Para quien lleva una vida luchando para perder, este viaje sin retorno puede resultar tan tentador que sorprende que un obstinado pelotón de perdedores cultive todavía la cultura de la sospecha, la crítica y la protesta, y resista ferozmente a estos repetidos reclamos publicitarios de la política tradicional. Deje usted de ser de izquierda o disimule que lo es, porque la izquierda ni ha vendido nunca, ni venderá jamás.

Es verdad que uno puede pensar que la “centralidad del tablero” no es un lugar ideológico, sino solo ese codiciado espacio en el que se reúnen más cómodamente las mayorías sociales; pero esto último no cambia nada, si es que concitar esas amplias mayorías sociales exige, como sospecho, renunciar a según qué presupuestos.

En una democracia business como la nuestra, en la que los partidos son empresas que buscan los triunfos numéricos, el centro no representa, ni mucho menos, la virtud, sino un lugar en el que se enfrentan egos irreconciliables, y en el que se estimula el ejercicio de una política caciquil para caudillos; un lugar en el que los partidos atrapalotodo, los partidos compromisos, los 'deradicalizados', los partidos 'de Gobierno', amontonados por aluvión, pelean por su mínimo espacio vital, asfixiante y contaminado. En tanto sea este el sistema democrático al que podamos aspirar, el centro no es ni será nunca un espacio adecuado para garantizar el bien común, ni, mucho menos, para proteger a los más vulnerables de los desmanes del mercado.

De hecho, ha sido el centro el que ha mantenido esos arreglos keynesianos con los que ha sobrevivido por décadas un sistema capitalista productivista y depredador, en el que se han confundido a consciencia las políticas sociales, orientadas a la satisfacción de necesidades básicas, con viles políticas de consumo orientadas a un crecimiento infatigable. La apuesta de la izquierda que viajó al centro fue la del 'turbocapitalismo', la desmesura, la insatisfacción consumista, la especulación, y la obtención de beneficios a corto plazo sin internalizar costes sociales ni ecológicos, sin pagar la deuda del trabajo, ni el deterioro ambiental que ocasionaba su despelote.

Y esa apuesta por el pelotazo y el 'nuevoriquismo' nos arrastró finalmente a la ortodoxia de la austeridad, a la fragmentación social, a la desigualdad y a la pobreza, eso sí, por fuego amigo. En este momento, ese fantasmagórico centro-izquierda solo puede aspirar a volver, una vez más, al fracasado y acaso imposible ensueño keynesiano, porque del diagnóstico y la utopía socialista ya no recuerda ni el nombre.

La izquierda ha liderado siempre la crítica al sistema capitalista en cualquiera de sus formas, a la desposesión, la explotación, y la distribución desigual de los recursos; se ha comprometido con la defensa y la protección del bien común y de los lazos sociales; ha creído más en la sociabilidad humana y en la cooperación desde abajo y hacia abajo que en el egoísmo como motivación y en la supuesta distribución desde arriba, gracias al buen criterio de las élites clarividentes (que según la ideología de la mano invisible, merecen, además, todo lo que tienen). La izquierda tiene un anclaje sociocomunitario que funciona gracias al protagonismo social, a la empatía, y a la lógica inclusiva.

Y por estas razones, entre otras, solo la izquierda puede garantizar hoy una democracia radical, participativa y deliberativa, donde todos tengamos un lugar como ciudadanos activos, y no como ese precariado consumidor de migajas en el que quieren convertirnos las aves de rapiña. No es extraño que sea la izquierda la única que apueste por un municipalismo democrático en el que se cultiven los vínculos de proximidad y la cohesión social que requiere la gestión del patrimonio común. Y solo la izquierda puede frenar esa mundialización financiera que nos devora para sustituirla finalmente por una economía solidaria, sostenible y feminista.

En fin, es verdad que en la izquierda del tablero ha habido y hay un montón de perdedores, pero esos perdedores han forjado una larga historia de digna resistencia antisistema y, gracias a su populosa y valiente vulnerabilidad, es posible imaginar todavía un mundo mucho mejor del que tenemos.

Desde luego, no seré yo quien les anime a ocupar la “centralidad del tablero”. Por supuesto, faltaría más, allí puede viajar usted siempre que quiera, pero asegúrese de que le vaya bien, porque dicen las malas lenguas que eso que llaman el centro es un cómodo agujero negro del que no se vuelve nunca.

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