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Trump, los clichés y la falta de ideas

Manifestaciones en Nueva York contra la elección presidencial de Donald Trump

Ramón Lobo

Existe un riesgo inmediato: escondernos detrás del cliché, decir que Donald Trump es un fascista y jugar las bazas del miedo para dejar de analizar las causas profundas de lo que está pasando, de lo que puede pasar en Francia, Alemania y Holanda, que celebran elecciones en 2017. Los clichés suelen describir una realidad, pero abusar de ellos es síntoma de falta de ideas.

No escuchamos a los ciudadanos desencantados con la política oficial y, tal vez, con la democracia misma, o con esta versión adulterada en la que el poder económico ha renunciado al disimulo de sus componendas y privilegios. Todo está groseramente a la vista; también el saqueo, la corrupción, la impunidad.

Esto casa mal con una crisis que ha empobrecido a las clases media y trabajadora, que les ha recortado el nivel de vida y los derechos. En EEUU son los blancos sin estudios superiores los que han dado la presidencia al republicano. Fallaron las mujeres y las minorías, falló la candidata.

Fallamos todos: políticos, periodistas, politólogos, sociólogos y demoscópicos. Falló la derecha clásica (el viejo partido republicano) y fallaron las izquierdas, sobre todo la socialdemócrata. La política oficial ha generado un relato propio que se mueve en una realidad paralela. No tenemos tiempo para escuchar a una ciudadanía que no se expresa en las redes sociales ni aparece en las encuestas. No tienen voz, pero sí voto, y están entre nosotros. Los que estamos fuera de la realidad-real somos nosotros.

Hay motivos para la preocupación. Trump parece ser lo que está a la vista, lo que ha mostrado durante una dura campaña electoral. Además de machista, xenófobo y autoritario es un tipo imprevisible. Mal asunto en un mundo imprevisible sometido a profundos cambios tecnológicos, culturales y geoestratégicos. Si Trump es capaz de reaccionar a una crítica menor con un tuit incendiario a las tres de la mañana, ¿qué hará en una crisis en Oriente Próximo?

Se pueden entender la simplicidad de sus mensajes, incluido el de aceptación de la victoria; se dirigen a un público que no tiene la preparación adecuada para andar con complejidades. Un ejemplo: el 41% de los seguidores de Trump apoya el bombardeo de Agrabah, la ciudad ficticia de Aladino. El peligro es que la simplicidad esté en su cabeza. En los últimos meses ha dado muestras sobradas de ello; también de un gran desconocimiento de la compleja política internacional.

El gobernante responsable, o el que aspira serlo, debe tener una cualidad esencial: no abrir jamás el baúl del odio. Trump lo ha hecho. Devolver ese odio al arca de las afrentas reales y ficticias y cerrarlo será una tarea difícil. El daño está hecho, como en el Reino Unido, cada vez más extraviado en una britaniedad vírica.

Si Trump no es capaz de cumplir sus promesas estrella, como la del muro y expulsar a los 11 millones de inmigrantes, ese odio se podría volver contra él en forma de desencanto. Esta es la esperanza de los demócratas para las elecciones de 2018 en las que se renovará de nuevo la Cámara de Representantes y otro tercio del Senado. Será su oportunidad de ganar, al menos, el control de la Cámara Alta.

Expulsar a 11 millones de personas no será fácil. Son parte del negocio de miles de empresas estadounidenses que basan su beneficio en contratar a personas a los que deberíamos llamarles los Sin Derechos en lugar de los Sin Papeles. El negocio del sistema reside en la explotación.

En España los partidos clásicos, más uno de los nuevos, aprovechan el terremoto para mezclar Podemos y Syriza con el Frente Nacional de Marie Le Pen, Alternativa para Alemania de Frauke Petry, el primer ministro húngaro Viktor Orban y el Brexit. Solo falta Venezuela. Todo esto es parte de la misma ceguera, bien por cortedad política o incapacidad mental. Los nuevos populismos son xenófobos y ultranacionalistas, y este no es el caso de Podemos y Syriza, que son internacionalistas.

Trump no es el causante de la adulteración de la política en EEUU, de la democracia norteamericana; solo es la consecuencia de un camino que empezó en 2008 con la llegada a la Casa Blanca de Barack Obama, el primer presidente negro. Este hecho histórico alentó una critica desmesurada en la que ha estado presente un racismo de forma y de fondo. En estos años, la extrema derecha estadounidense le ha discutido la legitimidad al negar que hubiera nacido en EEUU. La amalgama de odiadores del Tea Party y los grupos evangelistas, reunidos en torno a Fox News, ha cambiado el chip racista por el machista. Ser mujer ha jugado en contra de Hillary Clinton.

Todo esto ha sido posible porque hemos entrado en lo que The Economist llamó “la era de la postverdad”. La verdad nunca fue un material de trabajo para los políticos; el problema es que ha dejado de serlo para muchos periodistas y ciudadanos. Es un cambio ético que anuncia un mundo más inmoral, injusto y peligroso. Trump es solo la guinda del pastel, eso sí con derecho a uso del botón nuclear.

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