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“Vamos a por ellos, coño”, gritó un mando a los antidisturbios

Ruth Toledano

Los antidisturbios cargaron violentamente el sábado contra la Marcha por la Dignidad cuando aún no eran las 9 de la noche (hora hasta la que estaba autorizada la manifestación), el coro de la Solfónica cantaba en un escenario abarrotado y la plaza de Colón, el paseo de Recoletos y las calles aledañas estaban llenas de miles de personas, entre ellas numerosos niños y personas mayores. Lanzaron gases lacrimógenos, apalearon con sus porras de metal recubierto, retorcieron brazos con brutalidad, dieron patadas y dispararon sus asquerosas pelotas de goma, que podrían haber dejado tuerto a alguien o matado a uno de esos niños.

La versión oficial asegura que todo empezó porque alguien lanzó objetos a los agentes. Pero los portavoces oficiales no tienen, desde luego, la más mínima autoridad moral para que creamos su versión. Si el Gobierno miente por sistema. Si el Ministerio del Interior miente por sistema. Si han mentido sobre los muertos de Melilla ante todos los medios de comunicación, ante los observadores internacionales y en el mismísimo Congreso de los Diputados, ¿cómo pretenden que creamos que la agresividad de los antidisturbios no fue una provocación preparada con antelación?

No nos creemos la versión oficial porque el hecho de haber dispuesto 1.700 efectivos de la Unidad de Intervención Policial ya era una declaración de intenciones: sabíamos que semejante e innecesario despliegue significaba que iban a cargar. ¿Por qué, si no, tantos antidisturbios para una convocatoria que, según Telemadrid (la misma fuente oficial, a fin de cuentas), solo congregó a 4.000 personas? ¿Por qué se produjeron los enfrentamientos justo a tiempo de enviar imágenes violentas a los telediarios de la noche? ¿Por qué se produjeron a una hora en la que la Marcha no había terminado pero al Ministerio del Interior le daba tiempo de preparar un enlace con fotos y enviarlo a la prensa para su publicación?

No nos creemos la versión oficial porque ya hemos visto otras veces a sus esbirros infiltrados entre los manifestantes para provocar unos enfrentamientos que interesan al Gobierno. El sábado les interesaban especialmente, pues el Gobierno necesitaba desvirtuar con violencia el éxito de la Marcha por la Dignidad, que fue multitudinaria, unida en la diversidad y pacífica. Tenían una poderosa razón para llevar a cabo esas bestiales cargas: si no la lían ellos mismos, las fotos que habrían quedado serían solo las de esa imponente masa de indignados. Ahora tenemos las de los destrozos y las de unos encapuchados que parecen manifestantes violentos pero ayudan a los antidisturbios a esposar a uno en el suelo (mientras, por cierto, le aplastan la cabeza con un escudo policial).

No nos creemos la versión oficial porque, dos días antes, el presidente de la Comunidad de Madrid, ese Ignacio González puesto a dedo a pesar de estar relacionado con diversos delitos y de dedicarse a perseguir periodistas, había comparado el contenido del manifiesto de la Marcha por la Dignidad con el ideario político de los neonazis griegos de Amanecer Dorado y había deseado que el sábado no se produjeran lesiones “para nadie” ni contra “el patrimonio de todos”. Ante tal don visionario y ante un análisis político de tal calado (que ayudó a enriquecer el portavoz de su Gobierno, Salvador Victoria, catalogando las mareas como “izquierda extrema” y diciendo que los sindicalistas andaluces “van a Venezuela en business”), no nos sorprende que los suyos tuvieran previsto reventar, sin más, la fuerza movilizadora de trabajadores, parados, desahuciados y otros cientos de miles de ciudadanos indignados.

No nos creemos la versión oficial porque Cristina Cifuentes ya había advertido en Twitter: “Acampar en Madrid está prohibido fuera de las zonas habilitadas específicamente para ello, y las Fuerzas de Seguridad harán cumplir la ley”. Es decir, tenía a sus huestes aleccionadas para cargar en cuanto hubiera el más mínimo indicio de acampada, como así fue: cuando los antidisturbios arremetieron contra la multitud, se había empezado a levantar un campamento en Recoletos, previsto para permanecer allí hasta el martes, pero unos minutos antes de que empezaran las cargas, decenas de furgones policiales ya se habían acercado a la zona donde se montaban las lonas. Cabe señalar la obviedad de que una acampada, esté o no prohibida, no constituye en sí misma un acto violento. Pero Cifuentes quiere demostrar al PP que tiene la mano suficientemente dura para liderar el Ayuntamiento o la Comunidad de Madrid como su partido considera que hay que hacerlo: a lo tonto, como Botella; a lo mafioso, como González; o a lo bestia, como ella.

No nos creemos la versión oficial porque, aún en el caso de que fueran alborotadores quienes comenzaron los enfrentamientos, los agentes antidisturbios están ahí (les pagamos por ello) precisamente para proteger el curso pacífico de la marcha y la seguridad de los manifestantes, y no, al contrario, para poner en grave peligro su integridad física y su vida. ¿Cómo pretenden que los creamos después de enterarnos de que el hijo del golpista Tejero dirigía una unidad de antidisturbios de la Guardia Civil hasta ser destituido por celebrar en el cuartel el aniversario del 23F? Teniendo en cuenta que esa es la clase de jefes que tienen los distintos grupos de “control de masas”, encaja a la perfección el comportamiento violento de la policía antidisturbios, a quienes el sábado en Colón uno de sus mandos jaleó al tejeril grito de “vamos a por ellos, coño”.

No nos creemos la versión oficial porque es el ministro Fernández Díaz, ese ministro, el de la “ley mordaza”, el de las vallas de Melilla, el de las mentiras sobre los inmigrantes ahogados mientras recibían disparos de pelotas de goma, ese ministro, el que defiende la actuación de los antidisturbios en Madrid y acusa a los manifestantes de atacarlos. ¿Es que piensa que le resta un mínimo de credibilidad?

Lo que pasó el sábado en Madrid es un gravísimo punto de inflexión en la ya intolerable represión del derecho a la protesta y a la manifestación. Es el peligroso estiramiento de la tensión entre una ciudadanía pacífica y un Gobierno de creciente sesgo dictatorial, tensión que no se ha vuelto definitivamente insostenible gracias al aguante, a la resistencia, a la templanza y a la responsabilidad de esta ciudadanía. Pero disparar pelotas de goma en una plaza con miles de personas, muchas de las cuales son ancianos y niños, se parece demasiado a una declaración de guerra. Viene a decir: “Podéis ser más de un millón y ser pacíficos. Nosotros diremos que sois violentos y que no pasáis de 4.000. Pero eso no es todo: vamos a disparar y podemos dar en la cara a vuestros hijos. Así que os lo pensáis antes de volver a la calle. Porque vamos a por vosotros, coño”.

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