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Es una señal del destino

Barbijaputa

El mito del amor romántico mata.

Conceptos como “el hombre de mi vida”, “mi media naranja” o “el amor es una montaña rusa”, basados en este mito del amor romántico, conllevan a que normalicemos comportamientos que se resumen en frases que todos hemos escuchado: “Aguantar por amor”, “aguantar por los hijos”, “quien bien te quiere te hará llorar”, “si espero, él cambiará”, etc.

No existe tal cosa como “el hombre de mi vida”. Puede existir una persona que, a lo largo de toda tu vida, evolucione en nuestra misma dirección, dándonos más calidad de vida con amor, cuidados y compañía. Eso no significa que sea el único capaz de darnos todo lo anterior, que sea imprescindible o que sin él no seamos nada.

La vida es muy larga y, en esta misma, la persona que nos proporciona esa felicidad extra puede ir desde nuestros padres hasta nuestros hijos –de tenerlos–, pasando por amigas, novios y/o maridos. Hay épocas de nuestra vida en las que es una red de amistades la que nos proporciona la diversión o la complicidad que necesitamos; otras, en las que quien nos nutre es la soledad, que nos ayuda a encontrarnos a nosotras mismas (aunque en estas veces, la presión social no nos deja disfrutar de ella como podríamos hacerlo). Hay etapas en las que una pareja suple lo que otras personas y tipos de relaciones han conseguido llenar, hasta que dejan de hacerlo, y entonces, empezar una nueva etapa es legítimo y sano.

El amor no debería ser una montaña rusa constante, por mucho que nos lo metan con calzador en nuestro imaginario. Un bucle eterno en el que tu pareja consigue que estés o eufórica o hundida en la miseria, no es amor. Además, esa euforia está vinculada precisamente a la constante presencia de la tristeza: cuando lo pasamos mal demasiado a menudo, un solo día en el que simplemente estamos bien, lo vemos como una verdadero paraíso.

Tenemos que preguntarnos en este punto –por nuestro bienestar– a qué se deben esas continuas caídas de nuestro ánimo: qué las provoca, qué hace o dice para que consiga que nuestro estado anímico varíe de forma tan exagerada. Incluso intentar hacer un juicio crítico sobre nuestra relación es complicado, ya que nos han enseñado a ser más duras con nosotras mismas que con ellos: “Yo es que soy muy...”, “yo lo provoco cuando...”, “la culpa es mía por...”.

También solemos creer que la solución está en nuestra mano: esto también es adquirido, no nacemos creyéndonos las responsables del comportamiento de nuestras parejas. Aquí es donde entra en juego el “con el tiempo cambiará”, “si aguanto/cambio mi actitud en X, él no hará Y”. (Desde pequeñas nos enseñan que si aguantamos, si somos “bondadosas”, y “comprensivas”, dejarán de tratarnos mal).

No es raro escuchar también la frase “es que cuando estamos bien, soy muy feliz” o “cuando está de buenas, es el mejor”. Separamos en dos mitades a una misma persona: cuando estáis bien sí es él verdaderamente, pero cuando me trata mal es otra persona diferente que terminará desapareciendo si yo “aguanto” o “tolero” o “espero”. Pero no, ambos son él. Además, estos mensajes nacidos del mito del amor romántico acaban en incontables ocasiones con muchas mujeres en casas de acogida (en el mejor de los casos). Nosotras no tenemos el control sobre el comportamiento de otros, nosotras no tenemos que modificar ni nuestra paciencia, ni nuestro aguante, ni nuestra forma de ser con el objeto de que nuestra pareja deje de hacernos daño. 

Favorece a todo lo anterior el hecho de que, socialmente, se vea una ruptura como un fracaso vital: para evitar el juicio de los demás, la vergüenza por “no haberlo conseguido”, ocultamos nuestros vaivenes emocionales provocados por el comportamiento de nuestra pareja ante los demás, y hasta ante nosotras mismas.

La conciencia feminista es, por todo esto, vital para nosotras: desaprender lo aprendido sobre el mito del amor romántico, sobre cómo debemos ser porque somos mujeres, sobre qué es lo que se espera de nosotras en una relación. También reconstruir el concepto de amor, o percibirnos como la clase política a la que pertenecemos por nuestro género. Aprender, sobre todo, a identificar qué actitudes son tóxicas y qué comportamientos son machistas: ver claramente cuándo estamos sufriendo violencia. 

Muchas hemos identificado todo lo anterior a toro pasado, una vez que ya hemos vivido esta o aquella experiencia, que hemos sufrido este u otro abuso, que hemos intentado tolerar a éste o aquel tipo. En definitiva: una vez sufrida la violencia. Pero para muchas otras chicas y adolescentes esto no tiene por qué ser así si conseguimos que el feminismo siga llegando a todos los rincones. Porque mientras el sistema nos enseña a esperar ser rescatadas y salvadas por un príncipe azul que nos completará, nosotras podemos devolver el golpe enseñando lo que sabemos a las mujeres de nuestro entorno, y también dejarnos ser enseñadas por ellas.

Porque a veces, la “media naranja” que de verdad te rescata es una amiga que te pasa un artículo feminista como por casualidad cuando más hundida estás. A veces, el “hombre de tu vida” que te completa es en realidad una hermana o una compañera de trabajo regalándote un libro de Caitlin Moran con la excusa de que es una escritora muy graciosa. A veces, hay señales por todos sitios, pero no las vemos porque sólo nos han enseñado a buscar las “señales del destino” que nos guían a un príncipe azul que no existe.

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