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El autor imprevisto

Miguel Roig

Desde 1975, primer discurso de Navidad del rey Juan Carlos, siempre el escenario ha sido un salón del Palacio de la Zarzuela. Con presencia familiar o sin ella, se entendía que debía establecerse una relación virtual entre dos escenarios, el hogar del monarca y el de cada uno de los españoles. La informalidad era un mandatory que no se descuidaba y que corría por parte de los niños: Ya fuera ambientada acartonadamente como un juego alrededor del belén o espontánea, por cuenta del entonces príncipe de Asturias, que no conseguía permanecer estático como le reclamaba el guión durante los diez minutos del discurso de su padre.

Aquella inquietud infantil hoy se ve reflejada en el butacón ubicado en el espacio central de la Sala del Trono del Palacio de Oriente: La pasada Nochebuena Felipe VI ha dejado claro que el living de la Zarzuela le queda pequeño o todo lo contrario. Invirtiendo la máxima de Mies van der Rohe se podría afirmar que «más es menos» ya que ha quedado en evidencia la soledad que representa ese ámbito en un salto arriesgado del tradicional cuento de Navidad a la Historia, al recurrir a un espacio cuyos «techos, paredes, cuadros y tapices, recogen siglos y siglos de historia en común», según dijo Felipe VI en un tramo de su discurso.

La monarquía, se sabe, no habla; actúa. Sus actos son los que configuran el relato real y este adjetivo carga con todos los sentidos.

El rey, la pasada noche, habló solo, sin siquiera un retrato familiar. La escenografía no hizo otra cosa que actuar como un correlato que magnificó el estado de las cosas. Y la soledad también vino dada por el espíritu del discurso que, como es de público conocimiento, está condicionado por la Gobierno. Ocurrió en su proclamación, en las Cortes, y ha vuelto a suceder, como constitucionalmente es admitido, la pasada noche. Cuando Felipe VI afirmó que «todos deseamos un crecimiento económico sostenido, un crecimiento que permita seguir creando empleo» no hace otra cosa que amplificar la piedra angular del relato electoral del Partido Popular. Solo Alberto Garzón puso énfasis, sin ambages, sobre este punto; ningún otro candidato a la presidencia hizo referencia alguna a las opiniones económicas del rey. Pero más allá del condicionante sobre el copyright del discurso no hay que olvidar que uno de los momentos más significativos del anterior monarca, Juan Carlos I, fue presidir el Consejo de Ministros, en julio de 2012, el llamado «Consejo de los recortes» en el que se aprobó el ajuste más duro de la democracia. Si bien los hechos de Botsuana y la peripecia legal de Cristina de Borbón y su marido Iñaki Urdangarin erosionaron la imagen de Juan Carlos, aquella fotografía en Zarzuela con el gabinete en pleno de Mariano Rajoy también limó buena parte del relato del Juan Carlos I.

¿Cuál era el relato de Juan Carlos? El de un rey que irrumpe de madrugada a través de un discurso no previsto en el calendario como el de Navidad y da por sofocado el golpe de Estado del que aún se conservan en el Congreso las huellas de las balas en las paredes. Juan Carlos acumuló en aquella ocasión todo su capital simbólico que fue perdiendo entre safaris, familiares imputados y como aval de medidas impopulares. ¿Cuál es el relato de Felipe VI? El que pronuncia no está escrito por él mismo. El que actúa, según se ve, es el de un personaje solitario, rodeado de cuadros, tapices, y gobelinos. No parece, como un personaje de Pirandello, que esté buscando autor pero está condenado a ello: quien escribe su peripecia es justamente alguien a quien mencionó en el discurso: la Historia.

 

 

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