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El cadáver (político) de Rajoy

Gumersindo Lafuente

Seguir con atención las sesiones parlamentarias de investidura es apasionante. Es verdad que algunos discursos pueden resultar soporíferos por reiterativos y previsibles, pero la cantidad de información que los señores parlamentarios nos transmiten con sus palabras, pero sobre todo con sus gestos, compensa sobradamente la grisura de esos momentos.

Muchos dicen que nos abocamos irremediablemente a unas terceras elecciones y parece como si eso fuera caminar hacia un abismo de consecuencias fatales. No digo que la situación sea la ideal, es probable que lo deseable hubiera sido tener ya gobierno, pero me niego a admitir que volver a votar sea la mayor de nuestras calamidades. Hasta me resulta una ironía que el más grande de nuestros problemas sea tener que hacerlo el 25 de diciembre. Sobre todo cuando ya sabemos que es extremadamente sencillo cambiar la ley electoral y votar una semana antes. No se nos olvide que estamos en un país en el que somos capaces de tocar la supuestamente inamovible constitución cuando conviene, sin debate público y en 24 horas.

Y luego estamos los periodistas y los periódicos. Aquí, curiosamente, la unanimidad es inquietante. Hay días en los que parece que las portadas las fabrican todas en el mismo sitio y luego, para que resulten diferentes, en cada redacción les colocan su mancheta. Esta llegada de la marca blanca a los periódicos no sabemos si es una pura y simple casualidad o que los rotativos, acostumbrados en el pasado a encumbrar o derribar líderes, han llegado a un punto de agonía tal que, para reducir costes y evitar problemas con sus financiadores, han decidido imitar a Mercadona.

Llegados a este punto ya todos le echan la culpa de todo a Pedro Sánchez. Portazo, bloqueo, rechazo, desgobierno... El líder del PSOE se ha convertido en la diana de los editorialistas. En el irresponsable que será el causante del caos que irremediablemente llegará si el líder del PP no gana la presidencia. Es curioso, sin embargo, que casi nadie piense que el problema, en realidad, es Mariano Rajoy. El inquilino en funciones de la Moncloa subió desganado a la tribuna de oradores en su primera intervención del martes. Casi arrastrando los pies y las palabras, el otrora (decían) brillante orador parlamentario desgranó su monótono discurso. Ya sabemos (lo dijo él) que no le gustan los debates, ahora parece que cada vez le cuesta más justificar por qué debería ser votado. 

En toda esta representación hubo un segundo apasionante: el sí de Albert Rivera. Jugarse el futuro político con un monosílabo apoyando el continuismo del presidente y del partido de la corrupción, después de tantas palabras y discursos almibarados en defensa de la regeneración, la transparencia y la salvación de la patria, no debió ser un sapo fácil de tragar para el que aspira a dirigir el gobierno de España. Después de jugar al cambio con el PSOE en la anterior investidura, ahora le ha tocado bailar con el más feo y, además, sin posibilidades de victoria.

El problema es que Rajoy sigue sin comprender el mensaje. Repitió varias veces que una gran mayoría de los españoles le apoya, cuando en realidad, por muchos votos que tenga, no dejan de ser, ya se ha visto, una minoría. Pero él, en sus ademanes, en sus palabras y en sus silencios, sigue comportándose como si tuviera mayoría absoluta. Quizá es ya un cadáver político y, como tantas veces, él va a ser el último en enterarse.

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