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No es una caravana migrante. Es una caravana refugiada

Caravana hondureña fuerza valla fronteriza desde Guatemala y entra a México

Alberto Arce

excorresponsal de Associated Press en Centroamérica —

La caravana de centroamericanos, sobre todo hondureños y hondureñas, ancianos, familias, niños, que circula entre Guatemala y México en dirección a Estados Unidos no es una caravana migrante.

Es una caravana refugiada.

Esta caravana toma forma física hoy. Pero camina desde hace años. Es un problema diagnosticado correctamente por las instituciones internacionales y maltratado en su explicación. Lo que mal se explica, aún conociendo el diagnóstico realizado por los expertos, difícilmente puede abordarse de manera correcta. De ser bien titulado y explicado el problema, los ciudadanos tendrían más elementos para decidir cuál es su nivel de implicación y su voluntad de presión sobre quienes deben tomar decisiones, que se sentirían más autorizados a intervenir con determinación si la narrativa avanzase. No se abordan las crisis migratorias del mismo modo que las crisis de refugiados. Los refugiados deben recibir protección. A los migrantes se les aplican leyes migratorias. El matiz es importante.

Algunos dirán que refugiado es el que huye de una guerra.

A lo que podemos responder “Defíname guerra”. Los índices de violencia homicida en Honduras y El Salvador son incluso superiores a algunos países en guerra declarada y reconocida. En el caso de América Central, sus presidentes no han dudado nunca a la hora utilizar palabra guerra cuando se trata de hablar de la guerra contra las pandillas o la guerra contra el narcotráfico. Para pedir ayuda militar y de seguridad o llenar sus calles de tanquetas. Solo para eso.

Otros añadirán que una persona refugiada lo es una vez ha abandonado su país por un temor razonable a perder la vida, siendo parte de un determinado grupo social y ante la incapacidad de su estado de protegerla. También que la condición de refugiado es independiente de que se haya reconocido o no. Desde que las marchas de sirios, iraquíes y afganos comenzaron a atravesar Grecia, los Balcanes y Europa Central hace dos años, la palabra refugiados ocupó los titulares sin mayor cuestionamiento.

¿Qué está pasando con los miles de centroamericanos, casi todos hondureños en esta ocasión, que comienzan a agolparse en el río Suchiate, frontera entre Guatemala y México?

Contexto.

El primer informe sistemático sobre los motivos de la huida de los menores centroamericanos en dirección a Estados Unidos y México, “Niños en fuga”, fue publicado por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los refugiados en marzo de 2014. A partir de cientos de entrevistas con menores se había llegado a la conclusión de que la mayoría de ellos abandonaban sus países por motivos relacionados con la violencia. Datos duros, fríos. El incremento de solicitudes de asilo de menores centroamericanos en los países vecinos entre 2008 y 2014 era del 1.185 por cien. Una cifra que ya rompía hace cuatro años el espacio de las gráficas de visualización de datos.

Poco después, el verano de 2014, delegados del Alto Comisionado de Naciones para los Refugiados se reunieron en una conferencia en Managua. En los titulares de la prensa mundial ya había estallado una crisis de familias y menores centroamericanos que llegaban a la frontera sur de Estados Unidos huyendo de Honduras, El Salvador y Guatemala y que aún hoy sigue manteniendo a miles de personas en el limbo jurídico de la amenaza de deportación y la resolución de sus solicitudes de asilo. Una crisis que se definía como crisis migratoria pese a la evidencia aportada meses antes por Naciones Unidas de que el problema era de naturaleza diferente. De aquella reunión, otro intento, más titulares, una declaración, una recomendación que corregía el enfoque: Son personas desplazadas por un conflicto armado interno. Deben ser tratadas como refugiadas.

El primer trabajo académico sobre la relación entre crimen organizado y desplazamiento forzado de población en Honduras lo firmó David Cantor, Director de la Iniciativa para el Derecho de los Refugiados de la Universidad de Londres, ese mismo año tras recorrer varias colonias de Tegucigalpa donde ya en 2013 podían verse calles enteras devastadas. Abandonadas ante la presión ejercida por las pandillas que cobraban extorsiones a sus habitantes por el mero hecho de vivir en ellas. Cantor ofrecía el marco teórico para comprender la complejidad del problema hace ya un lustro.

Pero esa transición conceptual nunca ha calado más allá de las organizaciones especializadas y la academia. El enfoque con el que se narraba y se narra el problema -se define, porque narrar es definir- seguía girando en torno a lo migratorio. Crisis migratoria, se titulaba y tiula, y no crisis de refugiados. No se habla de protección de víctimas de violaciones de derechos humanos sino de un flujo de personas a las que gestionar.

Naciones Unidas no cejó en el intento.

En 2015, la relatora de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Chaloca Beyani, viajó a Honduras para estudiar el desplazamiento interno de población debido a la violencia. Detallaba un clima de amenazas, intimidaciones, asesinatos, extorsión y violaciones de mujeres y niños, reclutamientos forzados por parte de las pandillas en las escuelas y el ambiente de miedo e inseguridad que alimentaba un círculo perverso de hundimiento hacia la nada. Dejó claro que, si bien el conflicto que vive el país es diferente a los de Oriente Medio o África, el impacto en las vidas de sus ciudadanos no es menos catastrófico. Su informe indicaba que las ciudades, ya entonces, hace años, estaban bajo control de las pandillas, que operan en un contexto de impunidad total y ante un sistema de seguridad fallido. “La única opción para escapar de la influencia de las pandillas y la criminalidad es dejar sus hogares”, describió Beyani. Poco cambió a la hora de afrontar el problema.

Como si quisiera tomarlo donde lo dejaba Naciones Unidas, en 2016, El Secretario general de Amnistía Internacional, Shalil Shetty, explicaba en una entrevista en Tegucigalpa que “quienes huyen de la violencia en América Central califican como refugiados” y añadía “Que no huyan de la guerra no significa que no huyan de condiciones similares a las de la guerra”. Aportaba datos y un nuevo informe.

Las cifras nunca han mejorado. Lo que sucede en Honduras, El Salvador y Guatemala emerge de vez en cuando a la prensa, ya sea la última masacre o la última estadística escalofriante sobre homicidios o desnutrición infantil. El foco de cada cobertura no debe tapar el bosque. El problema de esos países es estructural y siempre tiene la violencia y la impunidad, la corrupción y la ausencia de estados efectivos como principal fuerza de desplazamiento de población. Se escribe, se habla, se debate, ya sea por la separación de menores de sus familias en Estados Unidos o por los explosivos exabruptos de su presidente. Y lo que pasa hoy, pareciera, se debe a lo que sucedió la semana pasada. A un exdiputado que organiza, a una elección interna que se avecina o a un Presidente cuestionado. A lo episódico, que tal y como emerge se abandona a la semana siguiente. Para volver a empezar en el mismo punto un año más tarde, cuando vuelve a estallar el problema. América Central no ocupa un espacio propio, de reflexión autónoma, de narrativa definida. A cada estallido, pareciera que olvidamos cualquier curva de aprendizaje de las crisis anteriores, el contexto, los informes de los expertos, lo que sucede cada día en las colonias de San Pedro Sula. Las crisis se dejan narrar, llevar y manejar por una ola inmediata a la que subirse con la prisa de lo urgente.

¿Que miles de personas caminan por un país? Pongamos migrantes, pura inercia. ¿Que Trump vomita amenazas y Presidentes cautivos por el dinero que reciben de Estados Unidos tratan de actuar al dictado de lo que manda Washington bajo amenaza de represalias y militarización? Pongamos crisis diplomática. Sumemos elecciones de noviembre y el problema político interno de Honduras, con un Presidente de legitimidad muy contestada, y ya nos hemos olvidado de las decenas de miles de centroamericanos que viven en la guerra de todos contra todos impulsada por pandillas, extorsiones y el tráfico de drogas a Estados Unidos que, por larga y hondureña, deja de ser noticia.

Espetarle un micrófono en la cara a una madre migrante que huye de San Pedro Sula no sirve para que cuente lo que pasa en su colonia con las pandillas. Eso no lo cuentan así como así. No podemos comenzar de cero cada vez. Eso hay que saberlo de antes, comprenderlo, contextualizarlo. Para eso el trabajo de académicos y organizaciones internacionales que ofrecen los marcos, la investigación sistemática y de fondo para informar el reporteo. Saber preguntarlo. Y donde esa madre dice que huye por hambre, con tres preguntas enfocadas y sin cámaras, emergerá que además del hambre, consecuencia, está el resto, las causas. Está la Honduras de las últimas décadas. Un país que, junto a El Salvador, se ha convertido en un inmenso charco de sangre y extorsión violenta que, claro, tienen como consecuencia hambre y desempleo.

El número de solicitudes de asilo de centroamericanos sigue multiplicándose por factores de cien en cien. Sobre todo en México, que asume gran parte de la resolución del problema desde que aceptó convertirse de manera oficial, a través del plan “Frontera Sur” en la frontera externalizada de Estados Unidos. El problema, hoy, está en México, ese gran deportador de centroamericanos, muchos más de los que deporta Estados Unidos, que debe decidir si da paso seguro en dirección a Estados Unidos, cierra su frontera o asume la deportación de miles de desplazados, como lleva haciendo en silencio desde hace años.

Naciones Unidas, Amnistía Internacional, cuanta organización internacional ha sido, dice que son refugiados, desplazados por la violencia interna. Víctimas de vulneraciones graves de los derechos humanos. Que, por tanto, necesitan protección. En México y por parte de quienes gestionan las crisis de refugiados en el mundo. Por los profesionales de la ayuda y la protección, no por los del exabrupto, la amenaza y el uso manipulativo de las personas como monedas de cambio para la diplomacia.

Que permitan intervenir a Naciones Unidas, le den dinero y autoridad.

Lo que América Central necesita no son visas, fronteras cerradas ni militarizadas.

Es, lamentablemente, como ya sucedió en el pasado, un gran campo de refugiados.

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