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Libertad de persecución

Barbijaputa

“Barbijaputa ya sé dónde vives, y voy a ir a asesinarte destrozándote el vientre a cuchilladas, feminazi de mierda!”. Esta frase, que puede parecer excepcionalmente dura, la recibí el otro día en mi buzón de correos al despertar mientras me bebía el café. Lo alarmante no es ya tanto que la recibiera sino, más bien, darme cuenta de que estoy tan habituada a mensajes así que seguí desayunando y leyendo mi correo sin que me moviera lo más mínimo.

En las redes sociales recibo también constantemente amenazas como ésta y mucho peores que, por no herir sensibilidades, no suelo compartir; o si, las comparto, opto ahora por pixelar las imágenes que las acompañan.

Twitter y Facebook suelen cerrar los perfiles más obvios, pero consideran “libertad de opinión” muchos otros. Hace años que mi cuenta de Twitter, por ejemplo, es vinculada a mujeres aleatorias, con fotos de ellas, con nombres y apellidos e incluso lugar de trabajo o vivienda. Hace poco la Asociación de Mujeres Periodistas de Cataluña me concedió un premio por mis columnas en este diario; obviamente no fui a recogerlo en persona, sino que otra mujer de la misma asociación lo hizo por mí. Su foto recogiendo sigue colgada en varios hilos de foros en Internet, a mucha gente ya no habrá forma de convencerla de que esa mujer no soy yo. Al igual que muchos otros siguen pensando que soy Ignacio Escolar porque un lumbreras así lo dijo en su blog (basándose, lo crean o no, en que ambos usamos la expresión “manzanas traigo”).

Cuando reporto estos tuits con la opción “publicación de datos privados”, con datos o fotos de mujeres, Twitter me contesta en un correo que debo mandarles mi DNI y facturas para probar que esos nombres o fotos me corresponden, que esas mujeres soy yo. Da igual cuantas veces le diga a Twitter que si lo reporto es porque da igual quiénes sean esas mujeres, todas corren el peligro de que uno solo de los acosadores que yo tengo cumpla algunas de sus promesas. Por supuesto, jamás se me ocurriría mandar a ninguna red social mi DNI o mis facturas, ya que no sé cuál es la cadena de custodia de estos datos, ni sé cómo respiran los empleados que van a tratar con ellos. ¿Quién nos dice a las feministas acosadas constantemente en redes sociales que la plantilla al completo de estas redes tienen conciencia feminista y absolutamente ninguno de sus empleados va a usar dicha información sensible en nuestra contra?

Mucha gente, consciente de la gravedad y la insistencia de estas amenazas, me aconseja siempre de buena fe que lo denuncie. Pues bien, denunciar a estas personas significa que mis datos les llegaría en la denuncia a los acosadores, y no estoy por la labor de hacerle el trabajo sucio a esta gente. Así que no, tampoco es una opción ni para mí ni para muchas compañeras que no quieren proporcionar estos datos a extraños que además las acosan y amenazan.

Porque la realidad es que esto no es algo que me pase sólo a mí; puede que a mí me pase con mucha frecuencia porque tengo mayor repercusión debido al número de personas que me siguen, pero en absoluto es un elemento imprescindible: Anita Botwin y Andrea Momoitio escribieron sobre esto mismo el otro día, y miles de mujeres pueden dar buena cuenta de situaciones parecidas. A más relevancia, más acoso, de forma que incluso muchos machistas se organizan en foros para tumbar publicaciones y perfiles feministas a fuerza de reportes masivos, como le pasó a la cuenta de Spanish Revolution esta semana por colgar un monólogo de Pamela Palenciano, y como le ha pasado ya a muchas otras webs: plataforma antipatriarcado, locasdelcoño, Luna Miguel, etc.

Y no pasa nada. El activismo feminista está perseguido de esta manera por hombres que se saben completamente impunes, sin que absolutamente nadie le preste atención. La policía y la fiscalía, por su parte, sólo trabajan de oficio en las redes para buscar a personas que estén haciendo chistes sobre Carrero Blanco o ETA. Y los acosadores lo saben perfectamente, lo único que pueden temer es que Twitter les cierre una cuenta y tengan que abrirse otra. Pero entonces pueden encontrarnos en otros sitios como otras redes sociales o blogs. Este comentario es de un señor bastante molesto con que Twitter le cerrara la cuenta, así que optó por la vía comentario en mi web:

He quitado la parte donde describe cómo dice que me va a matar porque tampoco hay necesidad, ya se lo imaginan... O no, realmente, no creo que muchos lo imaginen fácilmente; al menos yo cuando leo estos mensajes aún me sorprende su capacidad para crear fantasías tan gore, la verdad. Lo que está claro es que se saben intocables, y además yo, a la hora de mostrar estas amenazas, no puedo mostrar sus IP o sus datos, ya que estaría violando su privacidad. Je. En esta ocasión he dejado el correo porque es a todas luces falso, claro, en otras ocasiones tengo que taparlo antes.

Y todo esto, ¿por qué? Primero porque somos mujeres y segundo porque somos feministas. Si además eres roja, tienes el extra perfecto para ser el objetivo de estas personas, pero sobre todo son los dos primeros factores los necesarios para ser el centro de estas prácticas.

El hecho de que, por ejemplo, Intereconomía me dedique una pieza de casi cuatro minutos en la que me acusan de “verter odio a todos los hombres por el simple hecho de ser hombres” no hace sino echar más leña al fuego. Al mío y al de muchas feministas que se hagan eco de mis artículos, porque si yo “vierto odio” y ellas comparten mis textos, ellas están colaborando con la difusión de ese “odio”, convirtiéndose en “extremistas peligrosas”.

Pero Intereconomía no es el único medio: muchos diarios ponen a sus señores columnistas a tergiversar sobre las intenciones del feminismo, a mentir directamente, y lo llaman “libertad de expresión”, porque desinformar y opinar sobre premisas falsas es libertad de expresión. Da igual la violencia que estén generando contra un colectivo que ya sufre violencia, porque es más importante que señores que no saben de qué están hablando se expresen, y que decenas de miles de otros señores lo lean y lo den por cierto.

Y estoy segura de que muchos de esos hombres que están de acuerdo con Intereconomía –y piensan que las feministas odiamos a los hombres por el simple hecho de ser hombres– se escandalizarían de las amenazas que luego sufrimos, sin saber que son colaboradores necesarios de esos acosadores. Porque ellos también han creído lo mismo que los agresores y acosadores, sin informarse por sí mismos, sin leer jamás un libro feminista, sin saber realmente de qué va todo esto y qué reclamamos.

Muchos otros, por supuesto, justificarán la violencia que recibimos con el recurrido “se lo estaban buscando” o “van provocando”. Para todos ellos, sin distinción alguna, somos en su imaginario mujeres frustradas, “locas”, “histéricas”, mujeres que han perdido la cabeza y con cuya ideología hay que acabar para que no contagien a otras. Unos prefieren la indiferencia y la ignorancia para hacernos desaparecer –si no de la sociedad al menos de su pensamiento–, otros atacan, insultan o se mofan; pero como en toda pirámide de violencia, en la cúspide están los agresores. Y todos los antifeministas tienen que entender que sin la base que ellos conforman, esta cúspide no existiría y las feministas no seríamos la diana de este acoso tan sangrante como normalizado.

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