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La crisis de los sindicatos es sólo una de las razones de la baja movilización social

Trabajadores del servicio de limpieza de Madrid en el conflicto con el que evitaron los despidos.

Carlos Elordi

Los bajos niveles de protesta social activa –nada que ver con el malestar social difuso y profundo– que se registran en estos momentos, y desde hace ya un tiempo, en la crisis española sorprenden a algunos analistas, nacionales y extranjeros. Varios son los motivos de esos bajos índices de movilización, y algunos de ellos no son fáciles de formular, pero de lo que caben pocas dudas es de que ese es un dato decisivo de la situación actual. Dicho en breve, la política de austeridad y de recortes tiene en España mayor margen de maniobra que en países como Francia o Italia, que siempre han sido nuestra referencia en estos terrenos y en donde la contestación social tampoco está en sus mejores momentos.

La huelga de los trabajadores madrileños de la limpieza ha sido una excepción en ese contexto. No la única, ciertamente: en los rincones más recónditos de algunos boletines informativos –y, por supuesto, nunca en espacios destacados de los grandes medios de comunicación– aparecen casi diariamente noticias de protestas laborales contra cierres de empresas, reducciones de plantilla o recortes salariales. Lo que distingue a la movilización madrileña de buena parte de las otras es que ha logrado sus principales objetivos. Y eso es una excepción. Que puede que devenga en un ejemplo que tenga seguimiento, pero, que hoy por hoy, es aislado.

Y ahí puede estar una de las razones de los bajos índices de movilización: como la mayoría de las movilizaciones termina agotándose sin haber alcanzado sus fines, no genera el deseo de emulación en otros colectivos de trabajadores, lo cual ha sido un elemento muy importante en la historia de la conflictividad social. Y produce el efecto contrario. Lo cierto es que “mareas” tan sólidas como las de la educación y la sanidad –que en buena medida han sido ejemplos de lo que debe de ser una movilización en las presentes circunstancias– no han conseguido evitar que, en conjunto, ambos sectores, hayan perdido cerca de 350.000 trabajadores en los últimos años. Y que el proceso de recortes continúe, a pesar de las serias dificultades que el proyecto de privatización hospitalaria madrileña encuentra en los tribunales.

Se ha dicho muchas veces que un contexto social marcado por índices de desempleo tan brutales como los que se registran en España no es el más propicio para la movilización. Por razones que se remontan al Carlos Marx de hace casi dos siglos y a su idea del “ejército laboral de reserva” en manos del patrón para acallar las protestas que, a diferencia de otros presupuestos del pensamiento del filósofo y activista político alemán, hoy es de perfecta aplicación: muchos trabajadores, jóvenes y no tan jóvenes, aceptan su suerte sin rechistar, porque saben que en la puerta hay otros dispuestos a quitarles el puesto.

Y por otros motivos tan elementales como el anterior: en una situación en la que lo determina el ambiente social es el paro abrumador y el riesgo de exclusión social sin paliativos, la reacción de la mayor parte de los individuos afectados por la misma es buscarse la vida como pueden, sin pararse a mirar qué podrían lograr con la protesta. La protección de la familia –que se repite hasta la saciedad que es fundamental en estos momentos y que lo es–, los subsidios sociales –que pese a los recortes practicados, siguen siendo importantes– o la emigración, en mucha menor medida, son los recursos más habituales. La defensa, al precio que sea, del puesto de trabajo, por precarias que sean sus condiciones, es una actitud igualmente generalizada.

Pero ahondando en las posibles razones de la débil respuesta social a las brutales políticas adoptadas por los gobiernos y las empresas a la crisis, y aparcando hasta que se disponga de datos contundentes al respecto el fatalismo y la resignación de mucha gente, se termina inevitablemente llegando al lamentable estado en que se encuentran las entidades que deberían encuadrar y potenciar la protesta y, en particular, las organizaciones sindicales más asentadas.

Desde su legalización hace 40 años, los sindicatos nunca habían estado tan mal. Con índices de afiliación bajísimos, inexistentes en muchos sectores productivos, particularmente en los más modernos, recluidos en ámbitos que, en última instancia, dependen de los presupuestos públicos, y que por tanto son víctimas propiciatorias de la austeridad, criticados por amplísimos sectores de trabajadores por sus prácticas discriminatorias, cuando no clientelares, los sindicatos españoles están dejando de ser una referencia social.

La reforma laboral de Mariano Rajoy, además de reducir al mínimo los derechos laborales, les ha propinado un golpe adicional de formidables consecuencias al reducir al mínimo el ámbito de aplicación de los convenios colectivos, en los que los sindicatos ejercían una función primordial, que en buena medida justificaba su existencia. Y por si faltaba algo, la investigación judicial sobre los ERE andaluces está sacando a la luz no sólo gravísimos episodios de corrupción sindical, sino también la dependencia de los sindicatos del dinero que año tras año, y desde hace décadas, los sucesivos gobiernos les han venido trasfiriendo por vía de los cursos de formación.

En esa situación, y sin olvidar la campaña de desprestigio que contra ellos se practica desde hace años y desde todos los ámbitos de la derecha, los sindicatos no están en condiciones de impulsar la protesta social. En estos momentos, su objetivo es su propia supervivencia. Y como no está ni mucho menos claro que vayan a poder alcanzarlo a medio plazo, la pregunta inquietante que se plantea es qué o quiénes van a poder desempeñar un papel como el que, en principio, ellos estaban llamados a ejercer en la escena social. Porque, más allá de episodios puntuales, por muy llamativos y alentadores que sean, la movilización no surge de la nada.

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