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No está ni mucho menos dicho que vaya a ganar el PP

Carlos Elordi

Faltan 80 días para las elecciones generales. Parece poco, pero tal y como están yendo últimamente las cosas en la política española, de aquí al 20 de diciembre hay tiempo suficiente como para que se produzcan acontecimientos que influyan decisivamente en el resultado electoral. No es por tanto aconsejable hacer pronósticos en estos momentos. Aunque los sondeos digan que el PP tiene la sartén por el mango, puede perfectamente ocurrir que esta le explote en las manos antes de que se abran las urnas. En el escenario político vagan minas demasiado potentes como para dar nada por descontado.

Una de ellas es la crisis catalana. No tanto por la posibilidad de que el nuevo Govern, presidido por quien sea, vaya a declarar unilateralmente la independencia, una opción que ha quedado aparcada para más adelante, sin fecha, aunque siga estando ahí. Sino porque, una vez que las fuerzas independentistas se pongan de acuerdo, que lo harán antes o después, la acción de ese ejecutivo va a erosionar cotidianamente la del Gobierno central por todas las vías posibles.

Está bastante claro que Rajoy y los suyos responderán a esa presión de la misma manera que lo han hecho hasta ahora, o sea, reivindicando el imperio de la ley y la unidad irrenunciable de España. Pero puede que este discurso único, inspirado, sobre todo, por necesidades electorales, se demuestre dentro de poco mucho más insuficiente que nunca. Primero, porque Ciudadanos puede beneficiarse del mismo tanto o más que el PP. Olvidando por un momento sus debilidades orgánicas, que sin embargo van a pesar en el resultado final, ¿por qué el partido de Albert Rivera no puede atraer a una parte significativa del amplio y creciente caudal de votos españolistas que hasta ahora se creía irremediablemente destinado al PP, al PSOE o a la abstención?

Y, segundo, porque la acción previsible del gobierno catalán no sólo va a confirmar que la crisis está cada vez más lejos de su solución sino que también va a instalar la inestabilidad política e institucional en el centro del escenario político. Y aunque el control que el gobierno ejerce sobre los medios pueda disimular esa realidad ante el gran público, ésta no va a pasar desapercibida a los ojos de sectores influyentes de la opinión y, en particular, a los de los inversores nacionales y extranjeros.

Estos ámbitos están transmitiendo indicios muy claros de su inquietud respecto de la incapacidad del gobierno para frenar la espiral que podría conducir a una crisis de Estado. La unanimidad en torno a las posiciones del PP que se manifestó durante la campaña catalana ha tardado poco en demostrarse forzada por la presión del gobierno y el Banco de Sabadell ya la ha abandonado sin ambages y La Caixa algo más discretamente. No es fácil prever qué impacto electoral pueden tener esas inquietudes, pero una declaración altisonante que durante la campaña surgiera de esos o de otros ámbitos en el sentido de desautorizar la acción de Rajoy frente a la crisis catalana podría tener consecuencias muy negativas para el PP.

Con todo, lo que más daño puede hacerle en estos 80 días es la corrupción. Los últimos avatares del caso Rodrigo Rato indican que por muchos apaños que el Gobierno haya hecho para evitar que los escándalos vuelvan a golpearle durante la campaña electoral, el asunto es demasiado gordo y articulado como para que pueda ser controlado. La polémica sobre los magistrados amigos para juzgar la Gürtel está lejos de haber acabado y puede que termine mal para el PP. El propio caso Rato vuelve a sacar a la luz la hondura y la antigüedad de las prácticas corruptas en las más altas instancias de la derecha. Quedan otros muchos expedientes que de un día a otro pueden saltar a las primeras, por culpa de un juez que vaya por libre, de un testigo con el que nadie contaba o porque concluya una investigación policial que no se había tenido en cuenta. Y nada eso pasa desapercibido para la gran mayoría de los ciudadanos.

No parece que la economía vaya a sacar las castañas del fuego a Rajoy. Porque de aquí a diciembre no le va a dar noticias positivas que puedan exagerarse como hasta ahora. Porque alguna mala se le puede colar entre medias. Y, sobre todo, porque la gente tiene bastante claro lo que está pasando en este terreno. Es decir, que no estamos al borde del abismo, o cayendo en él, como ocurría hace 3 años. Que hay lo que hay, que es mediocre para la mayoría, espantoso para una gran minoría y un chollo para una pequeña porción de españoles. Y que eso es así porque sí, no gracias al gobierno, salvo en el caso del último de los colectivos citados.

La economía no va a ser la clave de las generales. La credibilidad de los dirigentes políticos, relativa y comparada con la de los demás, sí. Y de eso Rajoy tiene cada vez menos, aparte de que parece cada vez más un perdedor. Con él a la cabeza, el PP corre el riesgo de sufrir en diciembre su sexto batacazo electoral consecutivo ¿Puede reaccionar el partido para evitar ese designio? Los que conocen el PP dicen que eso es imposible. Porque Rajoy tiene el partido en un puño, porque puede ahogar cualquier conato de rebeldía antes de que nazca. Eso lleva a algunos a pronosticar que el cambio en la jefatura se produciría después de las elecciones, cuando haya que formar gobierno y el PP tenga que ofrecer la cabeza del Rajoy a cambio de un eventual pacto con Ciudadanos.

Es una hipótesis descabellada. Porque si durante la campaña, es decir, desde hoy mismo, el PP aceptara esa posibilidad, por activa o por pasiva, estaría hundiendo sin remedio sus posibilidades electorales. ¿Quién va a votar a final de diciembre a un líder que se sabe que va a dejar su cargo en enero? Si Rajoy quiere seguir, seguirá. Y si gana y no puede formar un gobierno de mayoría, ya se verá que pasa. En el escenario político hay muchas incógnitas, pero ninguna de ellas lleva a un cambio de actores en los papeles principales. A no ser que el propio Rajoy, porque le presionen mucho o porque no pueda más, decida tirar la toalla.

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