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Cruzando el paso de cebra lo entendí todo*

Cruzando el paso de cebra lo entendí todo

Begoña Huertas

El otro día estaba esperando a cruzar una calle ancha con paso de cebra regulada por semáforos mientras, a mi pesar, no dejaba de darle vueltas a lo insólito del resultado electoral del pasado domingo. Aumentaron los votantes del partido cuyo ministro de interior en funciones, el mismo que condecoró a una virgen, se había visto involucrado en el montaje de una policía “patriótica” que, como en los tiempos de la dictadura, tenía como objetivo minar el independentismo y el izquierdismo. Eso, claro, sumado a la retahíla de todos los casos de corrupción de un PP podrido hasta la médula.

Quizás habían votado al PP todos los que tienen un buen trabajo fijo o cobran una pensión, pensé. Pero claro que no, vivimos en un país con cuatro millones de parados y otros tantos precarios o con el agua al cuello y muchos de ellos son votantes del partido conservador. Entonces, ¿qué les pasa? Acababa de leer en un singular cuento de Pierre Drieu la Rochelle** -que refleja por cierto la confusión ideológica- que la característica de los burgueses era “no tomar en cuenta la presencia o la ausencia de dinero cuando hacen psicología”. Vale, tampoco entonces cuando van a votar, me dije. De modo que esos votantes de derechas o abstencionistas en realidad son pobres con mentalidad burguesa. Ahí estaba reflexionando yo a pie de semáforo sobre qué podía mover a gran parte de la población española más allá del dinero.

Se habla de franquismo sociológico y nunca un concepto abstracto me pareció más tangible. Mucha gente aún se ha educado (¡nos hemos educado!) en un adoctrinamiento conservador y cristiano que en su mediocridad no admitía réplica y exigía la vista gorda ante todo tipo de contubernios. Personas educadas para aguantar y decir sí, no para debatir, entendiendo el debate como el enriquecimiento con otros puntos de vista. Y ese es ni más ni menos que el orden, la estabilidad de la que hablaba Rajoy. Cada uno consigo mismo y sólo respondiendo a un ser superior: el padre, el cura, el jefe, el caudillo, dios. No hay costumbre de pensar en horizontal, en lo social, en la cooperación y el bien mutuo.

Cuando el semáforo al fin se puso verde para los peatones, se escuchó una sirena y enseguida pudimos ver una ambulancia abriéndose camino hacia nosotros. Entonces pasó algo increíble: muchos de los que esperaban, en lugar de detenerse o retroceder, comenzaron a cruzar a la carrera en un sálvese quien pueda. Otros, preocupados por si les daba o no tiempo a pasar, titubeaban antes de lanzarse, y entonces percibiendo a su lado a otros más intrépidos que les adelantaban, se lanzaban al fin. Algunos, también hay que decirlo, permanecimos clavados a la acera.

¿Qué había pasado ahí? Lo que había sucedido no tenía, al menos directamente, que ver con el dinero. En muchas de aquellas personas había primado el pensamiento individual frente al colectivo: “el semáforo me da paso, tengo prisa, pues cruzo, total es un segundo”. A estas mismas personas un agente de tráfico las hubiera mantenido a raya y se hubieran plegado a sus instrucciones (las filas para bajar al recreo en completo silencio flanqueadas por las monjas).

Hay ideas falsas que se resisten a morir: como que lo importante es crear riqueza porque luego se redistribuye sola, o que la gestión privada ofrecería un mejor servicio a los ciudadanos. También que la caridad puede suplir a la justicia. Otra podría ser esta de que es imposible organizarse para el bien común.

Estos días se preguntaba la gente en Twitter de qué servían las portadas informando a diario de procesos corruptos. En ese cuento de Drieu la Rochelle, un personaje le pregunta a otro: -¿Te sientes burguesa, Annie?

A lo que ella contesta: -Yo no leo los periódicos.

Cuántos votantes y abstencionistas tampoco los leerán o les serán indiferentes, y fueron a votar o se quedaron en su casa teniendo en cuenta el último eslogan de campaña. Como si anduvieran en un coche con las luces cortas y hubiera desaparecido todo paisaje a su alrededor, todo referente. Pensando sólo en ellos o en lo que tenían a dos metros: “no comparto ese tono, qué sonrisa más fea, esa alineación no me gusta”.

Igual que la gente que se lanzaba apresurada ante el paso de la ambulancia tenía puesta la mirada al otro lado de la calle y no veía más allá de ese absurdo objetivo de alcanzar la otra acera. Y lo peor es que, tal y como están las cosas, los que vamos en la camilla ahí adentro rodeados de los trabajadores del Samur podemos ser cualquiera; más aún, es que probablemente los enfermos seamos todos.

*“Todo” es mucho decir. Más bien hago mía la cita de Djuna Barnes en El bosque de la noche: “¿He sido simple como un animal, Señor, o he estado pensando?”

**“La cena de nochebuena”, en El agente doble y otros relatos de Pierre Drieu la Rochelle, José J. de Olañeta, Editor, 2016.

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