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Compraventa de almas

Los comederos con carroña modifican el comportamiento natural de los buitres

Isaac Rosa

Me lo cuenta un buen amigo, José Manuel: el verano pasado, de vuelta de vacaciones, encontró en el buzón una carta que no entendió bien. En seguida recibió una llamada que se lo aclaraba:

–Buenos días, soy el diablo. Le informo que desde ahora su alma me pertenece.

–Pero ¿cómo? Si yo se la había vendido ya a otro demonio.

–Sí, pero ese demonio me la ha revendido. La he comprado, ahora es mía. Me pertenece.

–¿Y si no estoy de acuerdo?

–No le llamo para pedirle su consentimiento, sólo para informarle. Es un hecho: su alma ya es mía.

–¿Y esto es legal?

–Por supuesto. Léase bien la carta que le envié. O si prefiere, busque el contrato por el que en su día vendió su alma, y lea la letra pequeña. Si le quedan dudas, sepa que la operación está amparada por la Ley de Almas, fíjese en el artículo 149.

–Pues qué bien.

–Espere, hay más: debe pasar por mi oficina para formalizar el cambio de diablo. Y como ahora su alma es mía, necesita abrir una cuenta conmigo, para domiciliar los recibos mensuales.

–Pero yo ya tengo cuenta abierta con otro diablo, no necesito más.

–Ya. Pero si no lo hace, le va a salir más caro. Entiéndalo: desde ahora yo soy su diablo.

Como José Manuel comprobó, la operación es perfectamente legal. Y descubrió que su caso es muy común: cada vez más ciudadanos reciben una llamada similar y descubren que su alma, que en su día vendieron al diablo, ha sido revendida sin su consentimiento a otro demonio.

En el caso de mi amigo, la cosa no va más allá del mosqueo por este mercadeo. Él se encuentra al día con los recibos, por lo que está tranquilo. Lo que sucedió es que su nuevo diablo ha comprado 66 (número casi diabólico) oficinas de uno de esos diablejos que fueron nacionalizados y que ahora, troceados, se venden al mejor postor: llega alguien y compra a buen precio oficinas enteras, con sus trabajadores, clientes y activos, almas incluidas.

En peor situación están aquellos ciudadanos que, teniendo dificultades para seguir pagando, han visto cómo sus almas cambiaban también de manos. Los diablos españoles se están deshaciendo de las almas más problemáticas, las ya condenadas, y las venden con grandes descuentos a demonios aun más codiciosos: fondos de inversión extranjeros (los famosos buitres); o incluso fondos especializados en la gestión de impagos (una especie de cobrador del frac del mundo financiero).

Con tu diablo de toda la vida, aun podías intentar negociar una refinanciación, una ampliación de plazos, un periodo de carencia. Con el nuevo dueño de tu alma, despídete. En el mejor de los casos quizás puedas aprovechar el descuento con que la compró, para hacerle una oferta y quedarte con ella, pero en muchos casos te acabará desahuciando y quedándosela, o ejecutando las garantías y avales (una nómina, otros bienes, o el alma de un familiar).

En el último año, España se ha convertido en un mercadillo de almas (hipotecas, por si alguien aun no lo ha pillado). Miles de almas están cambiando de manos, los diablos nacionales hacen paquetes con las que poseen y las venden a diablos extranjeros que han visto una oportunidad de negocio fácil. Nuestros maltrechos demonios (y los no tan maltrechos) están deseando quitarse de encima el fardo de almas que lastra sus balances: basura, las llaman. Así que acaban aceptando descuentos enormes (superiores al 50%, y hasta del 90% en algún caso), de modo que los buitres obtienen lotes tan baratos que, a poco que logren recuperar una parte de lo impagado, sacan beneficio.

A mí todo este trasiego me recuerda a aquella genial novela de Gógol, Almas muertas, donde el ambicioso Chíchikov convencía a los terratenientes para que le vendieran baratos los derechos sobre sus siervos fallecidos (las “almas muertas”), y así convertirse en un gran propietario. Algo similar está pasando entre nosotros: alguien está comprando a buen precio todas las almas que encuentra. Y no solo muertas.

Concluiremos por tanto que España se está convirtiendo en el paraíso de los diablos. Es decir, el infierno.

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