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A lo mejor

Cristina Pardo

La primera vez que a Rajoy le explotó un escándalo relacionado con Bárcenas fue en enero de 2013. Por aquel entonces, se publicó que la cúpula del PP había cobrado durante años sobresueldos en negro. A la espera de que se pronunciara el presidente, en Génova lo negaron con una rotundidad gelatinosa. Rajoy tuvo que enfrentarse al asunto en un acto en Almería, a pesar de los esfuerzos de su equipo de comunicación por alejar a los periodistas. La pregunta fue clara: “Señor Rajoy, ¿hubo sobresueldos en el PP?”. La respuesta iba a ser la primera de muchas típicamente marianas: “Sí, hombre”. Lo dijo mientras unas escaleras mecánicas le subían a la planta en la que iba a tener lugar el mitin. Tuvimos suerte, porque normalmente es imposible saber si Rajoy sube o baja...

Después de ese sí pero no, vinieron más. Es imposible no sucumbir al catálogo de indefiniciones que es capaz de desplegar el líder del PP ante cualquier asunto incómodo. “No es cierto, salvo alguna cosa” es una de esas frases que te permite subir en la primera parte y bajar en la segunda. Incluso si lo pensamos fríamente, el SMS a Bárcenas también puede tener doble lectura. Me refiero a aquello tan interesante de “hacemos lo que podemos”, que no se sabe si es mucho, muchísimo, poco o casi nada. Está también “a la segunda ya tal” o cómo zafarse de una pregunta sobre corrupción sin decir absolutamente nada. En todas las ocasiones en las que se le ha podido preguntar a Rajoy sobre el borrado de los discos duros de Bárcenas, la respuesta ha sido la misma: “No conozco ese asunto”. Tú sabes que está subiendo, pero él asegura sin inmutarse que está bajando. ¿A quién va a creer usted: a mí o a sus propios ojos?

El mecanismo mental de Rajoy ante una pregunta peliaguda se resume perfectamente en esta anécdota que sucedió en 2012. Estaba en un acto de FAES y cuando me iba, con todo el material de la tele ya guardado, me topé con Rajoy. La conversación fue la siguiente:

-No se preocupe, presidente, que no le voy a hacer ninguna pregunta.

-El problema no es tanto tu pregunta, como lo que yo te responda.

-Bueno, veo más problemático lo que yo interprete.

-O lo que tú intuyas...-, zanjó irónicamente Rajoy.

Este es Rajoy; ese interlocutor generalmente hábil en su capacidad de estirar la nada hasta el inifinito. Tiene pavor a decir cosas, a equivocarse, a meter la pata, a hablar más de la cuenta y ha desarrollado una flexibilidad descomunal para escudarse en expresiones que no te llevan a ninguna parte. Es capaz de quitarse de encima una pregunta alegando que “está lloviendo mucho”. Algunas veces no hay repregunta porque es difícil cerrar la boca cuando se ha abierto de par en par.

Hasta los que estamos acostumbrados a no saber si Rajoy sube o baja (y aquí incluyo a sus colaboradores más cercanos, no sólo a los periodistas), nos quedamos a cuadros contemplando cómo el otro día aceptaba el encargo de ir a la investidura, pero al mismo tiempo afirmaba que igual no iba. Es decir, Rajoy le dijo al rey que iba a subir, cuando en el fondo no descartaba terminar bajando. Un ministro me contó una vez que, cuando entras al despacho del presidente a proponerle algo, sales sin tener claro si te ha dicho que sí o que no. Me encantaría saber si Felipe VI entendió bien los planes que después Rajoy expuso ante la prensa.

Yo no puedo evitar acordarme, cada vez más, de aquel capítulo de Verano azul (sí, sí, Verano azul), en el que los chavales deciden a modo de protesta contestar a todo con un “a lo mejor”. Ellos aguantaron unas horas. Rajoy lleva toda una vida política. Es una paradoja ambulante: ni sube ni baja y, aún así, ha ido llegando a todas partes. Es sencillamente alucinante.

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