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El móvil

Miguel Roig

El móvil Nokia 3310 es aquel que teníamos muchos hace no tanto pero parece una eternidad. Eran los móviles que se usaban alrededor del 2000, lo cual, en la era digital, visto desde hoy es como vivir un siglo, parafraseando a Violeta Parra. Tal que los viejos Nokia están de vuelta y a mitad de precio, menos incluso, que entonces. Hay más de ciento veinte millones de estos teléfonos juntando polvo en un cajón pero más de un 20% de los europeos aún sigue aferrado a estos artefactos pretotémicos –el tótem es el smartphone– y se mantiene al margen de las redes. No es un gesto vintage, no es una relación como la que se mantiene con los vinilos, es decir, una extensión a través de la nostalgia del campo del consumo. Se trata de un acto de negación, una pérdida voluntaria de visibilidad que por un lado, regresa a la privacidad cancelando su exposición permanente y por otro, recupera el sentido del tiempo.

La socióloga Remedios Zafra afirma que la atención permanente a la red nos empuja a un presente continuo y a circular a una determinada velocidad. Los pasajeros en un vagón de metro conectados al unísono en tanto interactúan en las redes sociales, se desplazan en ellas a una velocidad sideral comparada con el movimiento físico del tren.

Todas las decisiones tomadas en el móvil son urgentes y superfluas en la mayoría de los casos ya que giran alrededor de Facebook, Twitter, Instagram o Snapchat, por citar algunas aplicaciones. Se podría decir que el smartphone es una extensión del cuerpo conformando una ampliación –y modificación– del espacio ontológico. Barack Obama alcanzó la Casa Blanca con el primer diálogo digital durante una campaña electoral con los ciudadanos. Donald Trump, gobierna directamente desde su cuenta de Twitter. Lo que va de la primera generación de smartphones a la última. Nada indica que descienda la pulsión a pesar de la rentrée de los viejos Nokia. Son objetos de devoción a los que el filosofo Byung-Chul Ham ha llegado a comparar con un rosario, algo que en ese mismo vagón de metro se puede observar al ver mover los pulgares que pasan página como quien desliza una cuenta o agrega un nuevo «me gusta», al que Han llama el amén digital.

Mientras estamos atentos a la pantalla, quienes operan en el núcleo duro del cambio de paradigma, es decir, los actores de la revolución a la que estamos asistiendo, la cuarta, o también llamada Industria 4.0, miran de soslayo los daños que han aparejado las anteriores revoluciones y preven un ajuste que, en parte, ya está ante nuestros ojos. De tanto en tanto, es señalado sin tapujos como hizo Joseph Stiglitz en Davos el año pasado al mofarse de la política laboral de Mariano Rajoy, al ostentar este una victoria frente al desempleo por de bajar la tasa del 25% al 22%. Tres puntos, es decir, nada y nada es una definición al margen de maniobra de un problema estructural.

Quienes vuelven o volverán al Nokia unplugged, desenchufado, aminoran la marcha y van en busca del sentido. Si se lo mira con cierto optimismo, podríamos recordar aquel llamado de Bauman cuando recuperaba a la figura de Ferdinand Lasalle, fundador de la primera central de trabajadores en Europa a finales del XIX, y pedía volver a empezar, volver, uno a uno, a sumar voluntades para intervenir en una realidad en la que los políticos, en su mayoría, han sido desbordados y los que resisten lo hacen a la intemperie, fuera de la gestión en la que se debería operar un cambio real.

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