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El muerto sí desaparece

Fotografía de archivo del 17 de julio de 2012 en la que se observa al dictador argentino Jorge Rafael Videla conducido por la policía en la localidad de San Martín, provincia de Buenos Aires (Argentina). / Efe

Lucía Lijtmaer

Videla ha muerto.

Corrijo: Videla ha muerto y pensábamos que todo acababa ahí.

Pero no.

Tras la confirmación y algún editorial, llegaron nuevas noticias y multitud de errores. Las nuevas noticias con respecto a los muertos siempre desvelan algo, generalmente de quien las da. Primero la autopsia, la caída, la hemorragia, como si eso cambiara algo. Después, las encuestas, aterradoras, que expresan cómo caló el discurso de la Junta Militar, aún hoy.

Y ahora, el cadáver, de nuevo: permanece en la morgue, nadie lo quiere en su ciudad. Ah, Argentina, los cadáveres y su narrativa. Decía Tomás Eloy Martínez que la necrofilia argentina es tan vieja como el ser nacional. Y no andaba errado. Carlos Gardel permanece eternamente vivo tras un entierro circense y “cada día canta mejor”. Eva Perón, embalsamada, fue trasladada secretamente por todo el mundo en un periplo que resultaba increíble, por lo fantasioso y obsesivo, antes de ser enterrada, años después, en el cementerio de La Recoleta. En 1974 los Montoneros secuestraron el cadáver del general Pedro Aramburu, como medida de presión al Gobierno de Juan Domingo Perón para que trajera el cadáver de Evita. En 1987, alguien profanó la tumba de Perón, mutilaron el cadáver y se llevaron sus manos.

Los cadáveres, sí. O mejor dicho: el cadáver. Hay algo inquietante en la continuación de las noticias con respecto a Videla. Si algo nos explica la historia, y más la historia argentina, es que personalizar en alguien minimiza el horror, lo hace aprehensible, nos hace tolerarlo y comprenderlo. Pero es un error. Murió Videla, pero jamás fue el único rostro de la dictadura militar argentina. Recitemos: López Rega, Massera, Agosti, Viola, Galtieri, Martínez de Hoz, y tantos otros.

Videla ha muerto. Pero hay cosas que nunca mueren.

En los últimos días hemos leído la consigna: “se murió y no nos dijo dónde están”. Es decir, se lleva con él el secreto, dónde están todos aquellos otros muertos. Segundo error, benintencionado. Están en el mar, o en fosas comunes, eso ya lo sabemos. Pero la lógica búsqueda de justicia, paraderos y nombres no corresponden a Videla. Porque él probablemente jamás supo dónde estaban con exactitud. La Triple A y las Fuerzas Armadas, que se encargaron de los asesinatos -de los asesinatos de todos, izquierdistas, sindicalistas, jóvenes que pasaban por ahí- , actuó siempre a modo de células independientes, metódicas, que se fueron multiplicando a medida que avanzaba la dictadura.

Videla ha muerto y hay más errores: otros dicen “se murió y no pidió perdón”. Cómo iba a hacerlo. El perdón implica un reconocimiento a las vidas y a las muertes y no devuelve nada. Tampoco eso es realmente importante, lo que importa es que murió juzgado. La diferencia entre un muerto juzgado y uno que no lo ha sido es que la historia no puede ser reescrita. Sí, Augusto Pinochet. Sí, Francisco Franco.

Videla ha muerto y el mayor error lo cometió él. Dijo: “Si no están, no existen, y como no existen, no están. Los desaparecidos son eso, desaparecidos”. Se equivocó. A lo que no se le otorga la categoría de muerto, queda ahí, suspendido como motas de polvo, mirándonos para siempre, gritándole a las encuestas, a las células independientes, a tantos y tantos cómplices, a los crímenes de Estado.

Todos esos rostros, todas esas historias insepultas.

Videla ha muerto. Callado está.

Videla ha muerto. Él sí.

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