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Opinión - Sánchez no puede más, nosotros tampoco. Por Pedro Almodóvar

La nave de los locos

Maruja Torres

Una se alimenta, para los artículos, tanto de lo que acontece como de lo que los políticos, sobre todo los del poder, consideran que no ha sucedido, que no les consta, que no les incumbe, que no procede tener en consideración; o de lo que han creen han logrado burlar con unas declaraciones mentirosas o un par de gestos grandilocuentes. Una vive también de la soledad de los poderosos, de la lucecita de La Moncloa, de la parálisis de Ferraz y, últimamente, sobre todo, de esa pandilla de púgiles sonados y ciegos en que se han convertido gran parte de los gobernantes de este país, en sus diversas facetas o jetazas. Un manto de sandez sordera cubre desde las bancadas PP del Parlamento hasta no pocos ayuntamientos y alguna Diputación, pasando, por supuesto, por la sede de Génova y el trono de la Avispa Reina de Castilla la Mancha.

Están tontos. En el caso del PSOE, de González a Rubalcaba pasando por Zapatero, el noqueamiento mostrado por las diversas jerarquías era, y es aún, un megamármol que el pulido Sánchez tiene que demoler, y espero que lo haga, pero para ponerse al lado de la militancia que aún conserva memoria de lo que se pudo hacer.

Si hace años escribí que, al entrar en la sede del PSOE –eran los tiempos de la segunda legislatura de González, cuando la capa empezaba a perder apresto–, sentía cómo la realidad quedaba a mis espaldas, al otro lado de la puerta, en la calle, hoy observo cómo la insoportable mayoría gobernante se comporta no ya como un boxeador sonado –un coloso con pies de barro que, porque da traspiés, fantasea con que avanza–, sino como ocupantes de una realidad paralela, que funciona y se autofagocita con la fe en su poder omnímodo como único combustible. Esta gente, a fuerza de condecorar vírgenes, han llegado a creerse milagrosos, y que no les vemos.

Pero el caso es que actúan como el franquismo de los últimos años –hablo de los sesenta–, que aún tenía gente por matar y pueblo al que someter, pero que ya estaba tocado y todavía ignoraba que habría de convertirse en esto de ahora para mantener sus prebendas.

Recuerdo, de mis primeros tiempos del periodismo, precisamente en un diario del Movimiento, del sindicalismo vertical, La Prensa, cómo me felicitaban director y adláteres –a mí, considerada por ellos roja y separatista sólo por tener la lengua suelta– por no sé qué triunfo protagonizado por el SEU –otro sindicato de arriba abajo, esta vez de estudiantes– durante una de aquellas huelgas protagonizada por otros estudiantes, los no afiliados, precisamente. Lo que allí se decía, no ya lo que se publicaba, o se dejaba de publicar, y lo que allí se creía, era como para ponerle los pelos de punta a Iker Jiménez y a cualquiera de sus Milenios. Vivían en la estratosfera.

Con el tiempo se adaptaron y algunos incluso mejoraron en el arte de parecer vivos (por ejemplo, Ruiz-Gallardón en comparación con su suegro, Utrera Molina). Sin embargo, nada corroe más que una agonía presentida. Y ahora andan por ahí haciendo esas cosas que únicamente los omnipotentes enloquecidos se atreven a perpetrar: indultan a Matas, condecoran a Esther Koplowitz por sus fundaciones benéficas que tanto le desgravan –en la por ellos abandonada Biblioteca Nacional, para más inri–, intentan que el juez Ruz modifique palabras de sus autos, entrenan a policías militares como antidisturbios en Valencia, y se enfrentan con la sutileza de un matón a la situación de Catalunya.

Van para abajo, y además actúan como locos. Conservemos, pues, nosotros, la serenidad y la calma.

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