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La partera de la historia

Eva Duarte, actriz

Miguel Roig

En Buenos Aires acaba de estrenarse por primera vez la obra Eva Perón de Copi, seudónimo del escritor y dibujante argentino Raúl Damonte Botana. Eva Perón había sido solo representada anteriormente en ámbitos universitarios y en circuitos alternativos; ahora se presenta en el Teatro Nacional Cervantes.

Copi estrenó Eva Perón en París en el año 1970, en medio de una gran polémica en la que no estuvieron ausentes el éxito las críticas feroces (Le Figaró la llamó “pesadilla carnavalesca” y “mascarada macabra”) ni las bombas que estallaron una noche en el teatro donde se representaba. Es esta obra la que hace trascender el mito de Eva Perón en el mundo y da pie, entre otras intervenciones, años después, a la famosa opera Evita.

Eva Perón es un mito, ninguna duda cabe al respecto, pero también es un hecho político y como tal, en Argentina, ha generado muchas interpretaciones que, desde la aceptación o el rechazo, ayudan a leer el personaje.

Rodolfo Walsh, escritor y periodista, pionero del género de no ficción con su obra Operación Masacre, militante montonero y víctima de la última dictadura militar argentina, es autor del cuento Esa mujer. En el relato, Walsh recrea un episodio real en el que un general del ejército y un periodista conversan sobre el destino del cadáver de Eva Perón. El militar quiere obtener información sobre unos papeles que se supone están en poder del periodista, y este, por su parte, desea saber el paradero del cadáver de Eva Perón, secuestrado por los golpistas y mantenido oculto, fuera del país, muchos años. El cuento, breve, de un clima denso según avanza la conversación que acabará en punto muerto, se carga con la oscuridad envolvente del crepúsculo y el alcohol que embriagará al militar hasta extremar su paranoia y megalomanía. El periodista, sin perder la compostura ni su táctica para obtener una información que no conseguirá, hace partícipe al lector de su perfil ideológico y la declinación emocional a la que lo empuja el militar. Dice el periodista, narrador del relato: “Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, vengativas olas, y por un momento yo me sentiré solo, ya no me sentiré en una arrastrada, amarga, olvidada sombra”. El discurso del periodista, es decir, el del narrador, se contiene en la conversación para encontrar el modo de doblegar al general en su voluntad pero en la introspección entra en la poética de la tragedia griega: “frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, vengativas olas”, llevando al personaje político al campo del mito. Incluso el general, al describir el cadáver de Eva Perón, le dice a su interlocutor: “Ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta”. El militar tampoco puede, aún en su aversión, evitar el lugar que el imaginario colectivo le asignó: diosa.

Jorge Luis Borges, cómo no, escribió en un texto breve, El simulacro, una muestra visceral de antiperonismo que, como tampoco podía ser de otro modo, también es una clara presentación mítica de Eva Perón. El cuento de Borges se sitúa en un pueblo de la provincia del Chaco y narra cómo se arma una capilla ardiente con una tabla y dos caballetes, una muñeca de pelo rubio en una caja de cartón, flanqueada por cuatro velas puestas en candeleros y un hombre, el cual, junto a la caja, recibe el pésame de la gente del lugar que se acerca a la representación del velorio. Escribe Borges: “La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología”.

El presidente Juan Perón murió el primer día del mes de julio de 1974, y cuando se anunció oficialmente su deceso, yo estaba en el colegio. Ni bien se supo la noticia se interrumpieron las clases, pero nos obligaron a permanecer en la escuela hasta el horario de salida habitual. Con mis compañeros de clase, asomados a las ventanas del aula, un primer piso ante una calle de abundante tráfico en la ciudad de Rosario, vimos pasar no sin asombro algunas furgonetas con ataúdes envueltos en banderas argentinas. Después supimos que era para montar capillas ardientes en las unidades básicas, nombre con que el que se denomina a los comités barriales del Partido Justicialista, y velar simbólicamente el cuerpo de Perón. Borges lleva razón cuando escribe que Perón no era Perón, pero se equivoca con Eva Perón: la muñeca rubia, sí, era Eva Perón. Perón nunca formó parte del mito, siempre fue un líder, un militar y un político que recibió respeto y un fervor que muy pocos dirigentes concitan (y un odio proporcional por parte de los opositores).

El caso de Eva Perón es distinto al de su marido y en eso sí tienen razón Borges y Walsh que, aún escribiendo desde las antípodas ideológicas, como los grandes creadores que fueron, confluyen en ubicar a Eva Perón en un territorio místico que fue, por otra parte, desde donde operó –y aún opera– políticamente. Es común en Argentina escuchar hablar de la mística del peronismo, cuyo origen está vinculado a la figura de Evita y que el imaginario popular reproduce a través de una vastísima iconografía.

Copi con una idea brillante sublima el origen del mito en su obra. Eva, agonizante, le dice a la enfermera que la asiste: “Va a ayudarme a morir como una partera. Es por eso que la quiero. ¿Usted sabe de partos?”.

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