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Nosotras, las personas

Carteles "anti-Trump" creados por Shepard Fairey para el proyecto We The People: public art

Begoña Huertas

Hace tiempo la profesora Christine Henseler de la Universidad de Nueva York, que estudiaba la joven literatura española en los 90, nos pidió a un grupo de mujeres nuestra opinión para editar un volumen sobre “escritoras ante el mercado literario”. En un primer momento rechacé el ofrecimiento argumentando mi negativa. Finalmente, fue la explicación de esa negativa la que se acabó publicando como artículo, con el expresivo título de “Yo no querría estar aquí y sin embargo”.

Mi reticencia a participar en un estudio sobre el mercado que recogiera únicamente el testimonio de las mujeres era la misma que tenía a participar en una antología de relatos femenina o en una mesa redonda “de mujeres”, y se basaba en el rechazo a institucionalizar la condición marginal de las mujeres, a normalizar su condición de género marcado, a contribuir a instalar una “literatura femenina” o “literatura escrita por mujeres” siempre enfrentada a La Literatura, esta sí con mayúscula, la no marcada, la escrita mayoritariamente por hombres.

Mi reticencia hoy sigue siendo la misma, pero si en este momento vuelvo sobre el tema es porque me parece que algo ha cambiado: ha surgido –resurgido– un activismo feminista que no ocupa el mismo lugar que ese espacio etiquetado, marginal, marcado en el que se enclaustran algunos actos “de mujeres”, al menos en literatura.

También ha habido un rebrote del machismo, un retroceso en el proceso de igualdad debido al auge de los sectores más conservadores y reaccionarios de nuestra sociedad. Y en este rebrote mucho tiene que ver esa ideología de “extremo centro” que reacciona ante lo que llama “la dictadura de la corrección política” (¿recordáis a Aznar diciendo “y usted me va a decir a mí cuántas copas de vino puedo tomar”?) y que se enroca en la supuesta equidistancia de lo “apolítico” (los exlegionarios que homenajearon esta semana a un franquista afirmaban “somos apolíticos”). Desde ese extremo centro se difunde la falacia de equiparar feminismo con machismo o de relacionarlo con una postura extremista e intransigente (feminazi).

Como decía, sigo pensando que situarnos al margen del espacio de poder no nos beneficia, que es contraproducente limitarnos sólo a los campos de acción que lleven el adjetivo femenino incorporado. Porque el peligro es asociar continuamente el hecho de ser mujer a pertenecer a una masa difusa, a un subgénero, a una etiqueta siempre definida “en contraposición a”. Por eso dudo de la pertinencia de los clubs de lectura de mujeres, de las charlas de mujeres periodistas, las mesas redondas de escritoras o periodistas.

Ahora bien, y es aquí donde veo la novedad respecto a aquel artículo que escribí hace quince años, otra cosa es si esos encuentros se presentan desde una clara voluntad activista, feminista, contestataria y de denuncia, una estación de paso, no un fin en sí mismo. Ahí se encuadran por ejemplo los clubs de lectura feminista de La tribu, o los GUFs (Gabinete de Urgencia Feminista) impulsados por Carmen G. de la Cueva, entre otras iniciativas recientes (la marcha anti-Trump).

En este sentido, la reunión de directoras de periódico que tuvo lugar hace unas semanas desde mi punto de vista equivocó el título del encuentro: “Periodismo por mujeres” se titulaba, volviendo una vez más a dejar El Periodismo (sin adjetivos) en manos de los hombres (el género no marcado). Podría haberse llamado “Encuentro de directoras de periódico feministas” o algo así, ya que aquellas personas estaban ahí por ser feministas, no por ser mujeres.

No se trata de construir un espacio solo para mujeres dentro del espacio público, sino de pelear por que en ese espacio público haya no una proporción 3:1 a favor de los hombres (¡en el mejor de los casos!) sino el espacio natural que nos corresponde como la mitad de la humanidad que somos. Lo mas importante y lo más difícil es la transformación en el imaginario colectivo, lo más difícil es luchar contra la inercia heredada tras siglos de patriarcado. Requiere un esfuerzo recordar nombres de mujeres relevantes, corregir el primer impulso a ignorarlas o, dicho de otro modo, el impulso a valorar o dar más peso a la voz de un hombre. Cuesta esfuerzo y por eso es activismo. La escritora Laura Freixas en su cuenta de Twitter no se cansa de denunciar actos con sólo hombres o mínima presencia de mujeres. El ninguneo está a la orden del día, es lo establecido, es lo normal, tanto que si no se está atento no se percibe.

Que alguien se diga feminista y que en un momento dado hasta sea capaz de montar una charla o un número especial de una revista dedicado a mujeres no sirve de nada. Para que el feminismo tenga una capacidad real transformadora requiere un esfuerzo en el trabajo del día a día, requiere una voluntad consciente para no repetir los esquemas machistas trillados (en argumentos y en personajes a la hora de construir relatos –relatos en el sentido más amplio del término, también relatos políticos–) y para seleccionar el mismo número o más de mujeres que de hombres en cualquier tipo de lista, para cualquier tipo de acto. El trabajo es ocupar el imaginario social, no atrincherarnos en un rincón.

Como en los carteles que Shepard Fairey dibujó para las marchas anti-Trump, las mujeres son las personas, no “las mujeres”. Es necesario, y es lo más difícil, romper esa construcción mental en la que se establece un orden jerárquico donde lo universal es masculino y las especificidades femeninas.

Hace quince años ya desde que escribí aquel “Yo no querría estar aquí y sin embargo”. Hoy sí quiero estar aquí. ¿Qué ha cambiado?, podéis preguntarme. Pues no ha cambiado nada. Y por eso precisamente, porque no ha cambiado nada en tanto tiempo estoy escribiendo esto, aunque hubiera preferido una vez más no tener que hacerlo.

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