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Por principio, los principios

Manifestación contra la violencia de género.

Elisa Beni

Esta es una de esas columnas cuya escritura emprendo por cuestión de principios y por no esconder la cabeza como el avestruz. Comprobarán en la lectura que me hubiera sido más cómodo escoger otro sujeto de análisis, pero siempre he pensado que la cobardía es el primer estadio del mal.

No hay para mí nada más desesperanzador que la aparición recurrente de debates que, lejos de abordarse desde la racionalidad y la frialdad, se convierten en una ola de visceralidad en la que se mezclan las cuestiones de forma ilógica para conseguir un único efecto de excitación de los ánimos de los ciudadanos sin lograr nunca ninguna consecuencia útil. En este género entra el suscitado estos días a partir de la identificación de un violador por la policía. Hablo de las furias desatadas en torno al Caso del Violador de la Paz/Violador del Ascensor, Pedro Luis Gallego, aunque su nombre poco importa puesto que no quiero hablar de él sino del tipo de irracionalidad social que se ha suscitado en torno a esa cuestión.

Lo que me importa es la reacción ilógica, la manipulación, el descubrimiento del desconocimiento de los grandes pilares del sistema de derechos y libertades que disfrutamos y la postura apasionada con la que reaccionan incluso personas instruidas. No quiero en realidad hablar del caso de Gallego. Él, como psicópata malvado, no me interesa demasiado ya que parto de la base de que no existe posibilidad alguna de que la sociedad humana soslaye la existencia de individuos de esta calaña. En ninguno de los siglos de los que tenemos constancia histórica se ha logrado. Ni siquiera cuando se han aplicado castigos crueles o penas de muerte. Ni los métodos de la Inquisición acabaría con ello. Me interesa más cómo ha sido utilizado su caso para excitar sentimientos no racionales y para hacer clamar a la sociedad por restricciones de derechos, ignorando las consecuencias que se derivarían para el resto de los ciudadanos de seguir tales instintos. Si hay algo que no deseo, créanme, es que por culpa de los malvados paguen los inocentes. No hay mayor injusticia.

Quiero explicar, en primer lugar, que mientras el degenerado actuaba en los alrededores del Hospital de La Paz y el caso permanecía irresoluto, nadie sino los medios locales se ocupó de la noticia. Una única vez he tenido que abordar este asunto en un programa de Telemadrid, ningún medio nacional me requirió para ello. El terrible daño a las víctimas se estaba aún produciendo y existía además el miedo a que se reprodujera no se sabía cuántas veces más. No ha sido pues el hecho de las terribles violaciones el que centró el interés de la agenda mediática y de las redes sociales en este caso y en este delincuente sino el hecho de que, tras descubrirse la autoría, esta correspondiera a la de un ex presidiario reincidente. En esa línea lógica debemos inferir que es esta condición la que, presentándose como una anomalía del sistema, ha desatado la indignación y no tanto las violaciones. Si la policía hubiera detenido a un nuevo y agresivo violador en serie, no fichado, desconocido, no estaría todo el país hablando de ello.

Estarán conmigo en que, por tanto, no hablamos de violaciones sino del cuestionamiento de la respuesta jurídica y penitenciaria a un delito grave que nos revuelve por dentro. Nadie se ha rasgado las vestiduras estos días porque cada ocho horas una mujer sea violada en España ni porque mayoritariamente estas violentas agresiones de género tengan como responsables a hombres próximos a la víctima y no a desconocidos o a violadores en serie. No se discute sobre la cultura de la violación. Todavía hay quien no se conmueve con el apoyo que desde las gradas deportivas se ofrece a unos presuntos violadores grupales. No. Las gargantas, los  escritos y los decibelios suben al descubrirse que el autor del delito es un reincidente. Y ahí es donde no se puede ser cobarde y hay que afirmar que no existe ninguna anomalía en el funcionamiento del sistema en la excarcelación de Pedro Luis Gallego.

Es más, la anomalía se produjo cuando en aplicación de una llamada doctrina, que ni siquiera había sido inventada para él, su excarcelación se difirió por encima del tiempo previsto a su ingreso en prisión. La Doctrina Parot fue una elaboración jurídica posibilista que primó la supuesta bondad de un fin -que Henri Parot no saliera tan pronto de prisión- sobre el respeto a las normas de juego del sistema. Como quiera que la apariencia de juego limpio debía mantenerse, la norma no se pudo aplicar a un solo individuo ni a un número determinado de individuos llamados terroristas sino que tuvo que hacerse extensiva a todos los que se hallaran en la misma situación. Ahí fue cuando Gallego fue alcanzado por la doctrina creativa. El Tribunal de Derechos Humanos concluyó que las normas del juego jurídico democrático no pueden ser alteradas a posteriori para evitar un hecho concreto y, con esa misma lógica inamovible, hubo de cesar. También cesó para los que fueron alcanzados inopinadamente como los violadores. Gallego fue excarcelado porque había cumplido la pena impuesta. Amén. Las normas son que no puedes ser condenado por algo que no es delito en ese momento y que sólo serás condenado a aquello que un tribunal estipule en tu sentencia. No cabe pues preguntarse por qué no se le vigiló, por qué no tenía pulseras o cualquier otro control. No estaba en sus sentencia porque en el momento de su juicio ese castigo no se contemplaba.

Esos principios deben ser inamovibles. Sobre ellos descansa la confianza en el sistema no de los criminales sino de los honrados. El sistema para ser perfecto y aproximarse a la Justicia, está abocado a tener fallos. Siempre va a haber un pez que se escape entre la malla de esas redes penales, pero el calibre de su entramado no puede ser tejido tan fino que todos, hasta los honestos, quedemos atrapados en el mismo.

Hay cuestiones relativas a la naturaleza humana que no hemos llegado a comprender y que alcanzan la categoría de lo ontológico porque versan sobre la naturaleza del ser. La tendencia actual que quiere llevarnos a pensar que todo comportamiento desviado, monstruoso o incomprensible responde a una realidad patológica puede ser una trampa. Si Gallego fuera un enfermo, un demente, puede que tuviéramos que convenir que no es libre de controlar sus actos. Yo estoy segura de que lo es. Su voluntad no está anulada. Es su falta de empatía y su objetualización de las víctimas la que hace que su placer y sus pulsiones se sitúen para él en un plano superior a cualquier otra consideración. Algunos llaman a eso maldad. En todo caso es un debate nunca cerrado, y que nunca vamos a solventar, en tanto que no descifremos el secreto más profundo del ser humano que para algunos se llama alma y que otros pretenden un funcionamiento químico del órgano llamado cerebro.

No hemos sido capaces de averiguar de qué esencia estamos hechos. Mientras esto constituya un misterio de la humanidad, el comportamiento y gestación de seres monstruosos lo seguirá siendo. No es su atrocidad lo más peligroso -son una minoría aunque sea muy dañina-, sino las aberraciones que estemos dispuestos a cometer para intentar defendernos de ella, como si existiera una protección total que buscar, sin importar si para ello establecemos mecanismos que nos envilezcan como sociedad y como individuos para,además, no lograr jamás nuestro objetivo. Como ejemplo más llamativo de ello les pongo el de un psiquiatra forense que propuso el otro día en un programa enmendar el artículo 25 de la Constitución para conjurar el peligro de reincidencia de estos depravados. No reparó en que el día que vulneremos esos principios que nos conforman como sociedad libre para parar a unos degenerados, conseguiremos sólo una sociedad injusta con todos en la que sigan existiendo esos seres corruptos. Muchas de las reformas por las que se clama estos días en las redes ya están hechas. Seguirá habiendo depredadores sexuales. No les quepa duda.

Volvernos injustos e inhumanos no logrará extirpar el mal de la faz de la tierra. Nunca lo hizo.

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