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¿Cuál es el tamaño ideal de una nación?

Manuel Saco / Manolo Saco

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Confieso que entiendo tanto de física como de nacionalismos. Es decir, ando escaso. Pero siempre me picó la curiosidad de saber hasta cuándo se puede dividir la materia para llegar a una porción tan minúscula que ya no sea posible cortarla en dos. Claro que seguramente es una pregunta que sólo se le ocurre a un ignorante. Los físicos me hablan de las partículas elementales, y hasta se atreven a decir que esa última porción se llama neutrino. Anda, rico, me dicen, a ver si eres capaz de dividir en dos un neutrino.

Con las naciones me ocurre algo parecido. Me pregunto hasta dónde se puede parcelar el planeta para que el resultado final ya no sea una nación, sino un trozo de pedazo de cacho indivisible. ¿Quizá una maceta? Pues tampoco. En las mías pugnan por el poder de los geranios una legión de hormigas y pulgones que me tienen de los nervios. ¿Cuál sería el tamaño ideal de una maceta nación donde el partido de las hormigas pudiese pactar sin problemas con el de los pulgones? more

Piensa en Liechtenstein (siempre tengo que buscar en la Wikipedia cómo se escribe este jodido país), el Vaticano, Mónaco o San Marino. ¿Se puede hacer con ellos un país más pequeño? Sí se puede, querido. Sólo hace falta crear un partido de liberación de Liechtenstein, del Vaticano (a eso me apunto), de Mónaco o de San Marino para embarcarnos en la aventura de hallar ese neutrino nacionalista tras el cual la nación es ya, al fin, inseparable.

Y es tan difícil de hallar porque en todo nacionalista anida el mismo orgullo, inexplicable e irracional, de pertenencia a una nación, sea ésta de grande como China o de minúscula como un peñón habitado por monos y 'bobbies' de ridículo casco negro, sea arbolada o un desierto de dunas. Ese orgullo dispensa a las mentes del trabajo de preguntarnos si acaso estamos viviendo en una chapuza de nación, y si no sería más conveniente apuntarse a otro país con menos paro, menos corrupción, menos injusticias, donde de paso ya hablen inglés y, por lo tanto, donde te podrías ahorrar una pasta en academias de idiomas, por poner un ejemplo. Yo, sin ir más lejos, vengo lamentando desde que tengo uso de razón el éxito de los levantamientos de aquel 2 de mayo que truncaron para siempre la esperanza de que España fuese hoy una próspera provincia de Francia. Ellos tienen a Hollande, nosotros a Mariano, ellos con el francés, a nosotros dándonos con el griego… Los nacionalismos son superestructuras que, sin que se sepa muy bien por qué, hacen inteligentes a los idiotas, justos a los criminales, y guapos a los adefesios. Ya lo decía el otro: el patriotismo es el último refugio de los canallas.

Esos canallas que estos días están de los nervios, como yo con mis geranios. Claro que lo mío se arregla con insecticidas, pero Esperanza Aguirre, la emperatriz de Lavapiés, echa mano de procedimientos más expeditivos, a modo de lanzallamas o de bomba de neutrones. A punto estuvo la lideresa de crear un incidente ultranacionalista unas horas antes del final de la copa de fútbol de la majestad suya. Una mujer de gran visión de Estado que proponía nada menos que incendiar Madrid mediante el procedimiento de suspender el partido, atestado como estaba de peligrosos y exaltados seguidores del Barça y del Athlétic de Bilbao, como nacionalistas hormigas y pulgones invasores de la maceta de Esperanza Aguirre.

En verdad os digo que hay que ser completamente Aguirre (no es más Aguirre porque no entrena) para no prever que la hinchada de ambos equipos se la tendría guardada a la hora del partido. TVE, preparándose ya para el futuro NODO de los telediarios de los próximos años, amplificó en su señal de televisión, para apagar la gran pitada, el sonido del himno español, que fue prácticamente inaudible en el campo, para hacer creer así a los telespectadores que la disidencia era cosa de cuatro exaltados. Pero no pudo acallar, porque no estaba previsto en su guión de censor, el clamor de “Esperanza, hija de puta” o el de “dos elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña”, en alusión al Borbón mayor, ausente y representado por el príncipe en el Vicente Calderón.

Al día siguiente, el ministro de Asuntos Exteriores juraba en Valencia por tercera vez (a esto se le llama nacionalismo al cubo) la bandera española de España tan agraviada el día anterior por las otras banderas españolas de las macetas de Cataluña y de Euskadi. Lo hizo porque la pitada al himno de las Españas y a la monarquía “debilita la identidad nacional” y supone “perjudicar no sólo a los intereses de la nación sino de todos los españoles”, según sus sabias palabras.

Mira que da de sí la crisis. Hasta ahora se hundía el país con los matrimonios entre homosexuales, los abortos, los divorcios y la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Ahora sabemos que pitar al himno y al Borbón agrava nuestra prima de riesgo. Me encantan los nacionalismos porque tienen una explicación para todo. Estúpida, pero explicación al fin y al cabo.

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Meditación para hoy:

Si piensas que estás jodido es que piensas. Y si piensas, estás jodido.

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