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Los trenes chocarán y no morirán los maquinistas

Mariano Rajoy y Carles Puigdemont, en una imagen de archivo.

Carlos Hernández

Llevamos más de cinco años anunciando, semana a semana, la gran colisión. Pocos desastres se han vaticinado con tanta antelación como este. Cada día, los medios de comunicación hemos ido retransmitiendo en directo como los dos trenes, procedentes de Madrid y Barcelona, se acercaban, uno a otro, a toda velocidad y transitando por la misma vía. Aunque algunos trataran de mirar para otro lado, todos sabíamos lo que iba a ocurrir si nadie lo remediaba. Y sí; ahora sí se va a producir el choque sin que ninguno de los irresponsables maquinistas haya querido evitarlo.

El siniestro que se avecina va a ser duro, doloroso y dejará unas huellas con las que nuestro país tendrá que convivir durante décadas. Cuando se produzca, los investigadores catalanistas y españolistas intentarán exculpar a su maquinista e incriminarán únicamente al conductor del otro convoy. Sin embargo, si actuara un forense verdaderamente imparcial que analizara el trayecto recorrido por cada tren, no repartiría las culpas por igual.

Aunque tendríamos que retrotraernos, como mínimo, 85 años para analizar sus raíces, lo cierto es que la historia más reciente de este conflicto arranca en enero de 2006. Eran los tiempos en que el Partido Popular seguía sin aceptar la derrota electoral que había sufrido dos años atrás y estaba dispuesto a todo por recuperar el poder lo antes posible. Fueron los tiempos en que Rajoy y los suyos culpaban a etarras, policías y socialistas de estar detrás de la masacre del 11-M. Fueron los tiempos en los que sus aliados mediáticos hablaban de agujeros negros, utilizaban como prueba de la responsabilidad etarra una cinta de la Orquesta Mondragón y hasta difundían la “exclusiva” de que Zapatero entregaría Ceuta y Melilla a Marruecos como contrapartida por el papel jugado por ese país en los atentados (mensaje a los más jóvenes: fue así, aunque pueda parecerlo no es broma ni ironía). También fueron los tiempos en que el PP se oponía en la calle y en el Congreso al matrimonio entre personas del mismo sexo; los gloriosos tiempos de sabotear el intento de alcanzar un final dialogado a la violencia de ETA porque no soportaban que la paz llegara a Euskadi de la mano de un presidente que no fuera de los suyos.

Fue en esos tiempos oscuros cuando Mariano Rajoy llenó las calles de los pueblos y ciudades de España con mesas en las que, supuestamente, se recogían firmas contra el proyecto de Estatuto para Cataluña, pero que en realidad solo servían para generar una honda catalanofobia. El entonces líder de la oposición no ocultó a los medios las razones de peso que le empujaron a montar aquella campaña: lo hago “porque me da la gana”, dijo sin cortarse un pelo. Según el PP, cuatro millones de españoles desfilaron por esas mesas dispuestos a firmar lo que fuera contra Cataluña y a secundar el boicot al cava y al resto de productos catalanes que se alentaba desde radios, televisiones y diarios teledirigidos desde la calle Génova.

Pasado el tiempo, hasta el actual líder del PP en Cataluña, nada sospechoso de ser un peligroso independentista, ha reconocido que aquella performance “fue muy poco afortunada (…) y fue entendida en Cataluña como una agresión”. Lo que no se ha atrevido a decir García Albiol es que la operación no fue una chapuza ni una improvisación que se le ocurriera a Rajoy de la noche a la mañana. Todo fue diseñado al milímetro porque el PP sabía que atacar a Cataluña le reportaría un buen número de votos. Por eso aquella campaña terminó con la presentación de un recurso de inconstitucionalidad contra el Estatut; por eso, después, los populares maniobraron torticeramente en el Tribunal Constitucional para contar con una mayoría de magistrados que tumbara la reforma. Y todo ello a pesar de que Rajoy era plenamente consciente de que el nuevo estatuto, de haber perdurado, habría diluido las aspiraciones soberanistas durante muchos años. El líder del PP sabía cuando lo hacía que estaba abriendo la Caja de Pandora.

Lo lógico hubiera sido que el tren que había partido desde Madrid hacia Barcelona en 2006, hubiera frenado su marcha en 2011 cuando el maquinista Rajoy ocupó por fin el anhelado despacho del Palacio de la Moncloa. Y así habría ocurrido, muy probablemente, si no hubiera tenido una espada de Damocles sobre su cabeza llamada Gürtel. Con una ETA rendida, el PP solo podía tejer una cortina de humo utilizando los colores rojo y amarillo de la senyera. Es aquí donde debemos buscar la respuesta a la pregunta que todos nos hemos hecho durante los últimos cinco años ¿Por qué no hace nada Rajoy para intentar buscar una solución dialogada al conflicto? Era por eso y solo por eso: al presidente le interesaba mantener muy viva la hoguera catalana.

El otro tren, por su parte, había permanecido parado ante la cómoda barrera que suponía el nuevo estatuto de autonomía. Sin embargo, en junio de 2010 el Constitucional no solo dinamitó esa barrera, sino que convirtió en papel mojado los votos del 73’9% de los catalanes que lo habían ratificado en referéndum. Sin freno, la máquina se puso en marcha, encontrando muy pronto un piloto inesperado y con una motivación extra, similar a la del maquinista rival: nada le venía mejor a la Convergencia de Artur Mas, gangrenada por la corrupción,  que azuzar el victimismo frente a España y subirse a un carro soberanista del que siempre había renegado.

El antiespañolismo y el anticatalanismo han sido empleados durante este lustro como excusa para ganar votos y tapar vergüenzas a uno y otro lado de “la frontera”. Rajoy ha hecho de su Gobierno la mayor fábrica de independentistas; Mas y otros líderes del procés han alimentado la caldera de los nacionalistas españoles. Así llegamos a este mes decisivo en que los trenes chocarán sin que ya nadie pueda evitarlo. Habrá grandes daños y profundas secuelas, pero, paradójicamente, ninguno de los maquinistas saldrá herido; más bien al contrario, ambos seguirán empujando las locomotoras destrozadas mientras puedan sacar rédito político de las cenizas. Los dos pilotos intelectuales del desastre dejarán, eso sí, una herencia envenenada a quienes quieran reconstruir la convivencia entre Cataluña y España. No será fácil. Hará falta tiempo, mucho diálogo y valientes reformas legales. Será necesario también que las sociedades catalana y española no vuelvan a permitir que haya nuevos pilotos decididos a avivar la llama del odio interterritorial, dispuestos a apelar a los más bajos instintos para ocultar sus corruptelas y decididos a enfrentar a los ciudadanos para arañar, miserablemente, unos cuantos millones de votos.

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