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Desde los últimos, miramos esperanzados…

El nuevo presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), el arzobispo de Valladolid, Ricardo Blázquez (i), acompañado del secretario general de la CEE, José María Gil Tamayo / EFE

Javier Baeza

Parece que todo tiene su fin. Los pronósticos coinciden con la realidad y el nombre del otrora presidente por unos años –Ricardo Blázquez–, se vuelve a convertir en presidente de la Conferencia Episcopal Española. Ánimo don Ricardo, tiene usted un cometido importante.

La vida en Añastro, calle donde se ubica la sede de la Conferencia Episcopal, resulta extraña a quienes corremos otros caminos y habitamos otros espacios. Las decisiones tomadas en la llamada “casa de la Iglesia” no se entienden bien desde los lugares donde la libertad, la camaradería y la convivencia son las formas de relación. El dogmatismo, afortunadamente, en una sociedad rica en pluralidad es un anacronismo que envilece a quienes lo detentan y dificultan, gravemente, el acercamiento al Evangelio por quienes son sus primeros destinatarios: los anawin, los pequeños, empobrecidos, excluidos de esta sociedad donde el capitalismo anda a sus anchas.

Es alarmante que una institución donde solamente aparecen hombres, pueda tener capacidad para alentar la buena noticia de parte de Dios a las mujeres y hombres. Que un lugar tan habituado a la condena y el regaño, transmita que el Dios de Jesús es rico en misericordia. Un colectivo tan centrado en lo relativo al sexo, quizás olvidó que el ser humano también es alma, razón y abrazos.

Con lo bonito que es el nombre “casa de la Iglesia” y lo poco acogidos que pueden sentirse quienes hoy, de manera imperante, necesitan cobijo, achuchón y cercanía en las penurias en las que nos están imponiendo vivir. Una iglesia que no sirve, dice el obispo defenestrado Jacques Gaillot, no sirve para nada.

Es sorprendente el revuelo que conlleva la “política” de la Iglesia. Llamadas telefónicas, programas de radio… este artículo mismamente. Y digo sorprendente porque es noticia –en un mundo donde las relaciones las impone el mercado y el manejo de éste– quién manda, quién preside, quién lidera. La noticia no es –como evangélicamente tendría que ser– quién es el que más sirve: cuántos templos han ocupado los desahuciados, cuántos palacios se han abierto para los inmigrantes perseguidos, qué seminario se ha destinado a la rehabilitación de muchachos atrapados por las drogas, qué convento se ha habilitado para las vacaciones de ancianos pobres presos de su casa y su enfermedad…

No, la casa de la Iglesia no puede ser esa que se hace fotos con los ricos del país que inauguran fundaciones para sufragar viajes papales que –curiosa y vergonzantemente– coincide con los responsables de las entidades que más familias están dejando en la calle por los desahucios. Que atesoran amistades peligrosas, bajo mantos de vírgenes y otras condecoraciones, con quienes se vanaglorian de recortar derechos fundamentales o subir y subir las verjas y fronteras para quienes arrastra el hambre impuesto y el empobrecimiento decidido sobre unos pueblos. Y si es necesario alambrar nuestra mesa de concertinas para que no lleguen a sentarse: ¡lo hacen! El rico epulón sigue existiendo en nuestro entorno eclesial, pero son los lázaros del momento ante quienes tendremos que rendir cuentas. “¿Dónde está tu hermano?”, pregunta el Creador. No a qué ritos perteneces. Qué vestidura usabas o cuál fue el último acto de contrición.

Decía San Pablo que “llevamos este tesoro en vasijas de barro”. Ese tesoro, en la Iglesia, no puede ser otro que la vida de los pobres, animada y fortalecida por esa Buena Noticia que es el Evangelio de Jesús.

Por eso, siendo fundamentales las personas, creo que este nuevo tiempo que se abre en la Iglesia española –en su jerarquía- tiene un reto mucho más colectivo y comunitario que individual. Hemos de ser los creyentes, comunitariamente reunidos, quienes forcemos a la Iglesia jerárquica a estar junto a quienes sufren. Que ésta –como decía al inicio del pontificado el papa Francisco– “huela a oveja”, sin poder, cercana a la tierra y capaz de dejarse anunciar la buena noticia del Dios del amor por los últimos y pequeños. Una Iglesia más guía que camino. Unas comunidades no que atiendan pobres, cuanto que estos sean sujeto principal de la comunidad. Una Iglesia capaz de dejarse acoger y acunar por aquellos que son los auténticos vicarios de Cristo. Porque “tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba de paso, y me alojasteis; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y vinieron a verme” Esto que todos podemos hacer, será la confirmación del sendero evangélico que la Iglesia vaya tomando.

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