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Apología de las vacaciones

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, antes del debate

Isaac Rosa

No pensaba cogerme vacaciones este año porque yo, como Cristina Cifuentes, también pienso que no tienen que ser una obligación sino una “opción voluntaria”, y no se me ocurre mejor sitio que estar aquí trabajando todo agosto. Pero mira, me habéis acabado convenciendo: si resulta que, como escucho estos días a quienes critican a Cifuentes, cogerse vacaciones aumenta la productividad y la creatividad, contribuye a la industria turística, disminuye las enfermedades cardíacas y además ayuda con el ejemplo a defender una conquista histórica y a reivindicar el derecho de los trabajadores más precarios, pues no voy a perderme yo todos esos beneficios: venga, decidido, me cogeré una semana.

Anda ya, que estoy de coña. Pienso cogerme el mes entero, agosto del 1 al 31. Y os diré lo que voy a hacer: levantarme cuando se me acabe el sueño, sin despertador. Desayunar sin prisa. Practicar deporte cuando me apetezca y vaguear cuando ídem. Comer y beber sin temer la modorra de la tarde y la resaca del día siguiente. Hacer algún viaje, ver amigos y familia sin prisas, leer ligero, ver pelis pendientes, follar en horario de oficina y perder todo el tiempo que quiera, ser felizmente improductivo, sin dedicar un solo minuto a recuperar trabajo atrasado ni planificar el venidero.

Hala, ahí dejo mi apología de las vacaciones, mi defensa del derecho a la pereza veraniega. ¿No deberíamos hacer todos lo mismo, defender las vacaciones más allá de que sean un artículo en el Estatuto de los Trabajadores; defender que sean un tiempo propio, liberado, al margen del trabajo y sin exigencias productivas? Es más: ojalá todos los dirigentes políticos, personalidades y famosos se dedicasen a hacer lo contrario que la hormiguita Cifuentes: defender sus vacaciones como mucho más que un derecho histórico o un beneficio para la salud o la creatividad: como una trinchera frente a la ofensiva productivista.

Sin embargo, fíjense lo que ha pasado estos días: sale la presidenta madrileña con su “ética del trabajo”, y para criticarla nos vemos obligados a defender las vacaciones con argumentos jurídicos (derecho laboral), históricos (conquista obrera), de salud (descanso del cuerpo, disminución de enfermedades), económicos (la industria turística que necesita gente de vacaciones), y por supuesto productivistas: que hay investigaciones que demuestran que el trabajador que disfruta vacaciones es más productivo que el que no, pues vuelve con más creatividad, ganas y fuerzas renovadas, y hasta puede aprovechar las vacaciones para aumentar sus competencias, estudiar idiomas y tal.

Ojalá políticos haciendo fotos de sus pies en la playa; colgando selfis con una cerveza helada y el “Aquí, sufriendo”; durmiendo la siesta del Tour; o ni eso: disfrutando de desaparecer, sin necesidad de exhibir imágenes de “descanso activo” (caminatas rajoyanas, carretitas en la playa, visitas culturales, lecturas sesudas…). Pero no: todos discretísimos, y todos dando a entender que están de vacaciones pero sin pasarse, descansando un poco pero solo para volver con más energía.

Y lo hacen porque, de lo contrario, les caerá un linchamiento estival en redes sociales y tertulias. Porque como bien sabe Cifuentes, lo que los ciudadanos esperamos de nuestros gobernantes es que estén siempre a pie de obra, que sean la lamparita que nunca se apaga; y porque en tiempos de retrocesos y desigualdad predomina el resentimiento hacia el “privilegiado” en vez de la rabia organizada contra quien te ha privado de tu derecho a las vacaciones.

Llámenme privilegiado, pero yo pienso hacer apología de las vacaciones. Cuando el trabajo invade hasta el último resquicio de nuestras vidas, hay que defender el subversivo derecho a la pereza y reivindicar las vacaciones como lo que deberían ser: lo contrario al trabajo, la liberación frente a la servidumbre laboral. Que ustedes las disfruten, que ustedes las peleen. Vivan las vacaciones.

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