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Más vale explicar que callar

El presidente del Gobierno.

Esther Palomera

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Entre el indulto y la reforma del Código Penal, el Gobierno ha elegido lo segundo para beneficiar a los líderes del independentismo. Sus razones tendrá. Una es que los condenados por el Supremo siempre dijeron que no solicitarían jamás una medida de gracia que requiriese del arrepentimiento. Y quizá otra sea que la modificación del ordenamiento jurídico puede resultar una jugada mucho más audaz por aquello de que la decisión final no la tomará el Consejo de Ministros, sino el legislativo por mayoría absoluta -que es la que requiere la aprobación de toda ley orgánica- y, luego, serán los tribunales quienes tengan que aplicarla. Una forma, en definitiva, de hacer sin que lo parezca. El Gobierno propone, el Congreso aprueba y la Justicia aplica.

La decisión tiene defensores y detractores, como todo en la vida pública. Hay quien sostiene que en la medida en que Sánchez manifestó su voluntad de hacer política para resolver lo que considera un problema que nunca debió salir del ámbito político, la mejor manera de ejercerla hubiera sido la concesión del indulto. Más rápido, más sencillo y sin implicar a otros poderes del Estado. La política también es eso, asumir el desgaste por la decisiones adoptadas. Y si se toman, además, con el convencimiento de que revertirán en beneficio del país y de la convivencia entre sus territorios, con más motivo. La derecha en sus tres versiones clamará en cualquier caso. Así que mejor una vez colorado que ciento morado porque a estas alturas no hay quien crea que el asunto catalán puede tener solución mientras Junqueras y compañía permanezcan en la cárcel. Cometieron varios delitos, sí. Fueron juzgados, sentenciados y condenados después de un fallo cuanto menos controvertido tanto por lo elevado de las penas como por los delitos imputados. La sedición y la rebelión siempre dieron para acalorados debates incluso entre los más respetados juristas y, no digamos ya, entre políticos y tertulianos.

Sánchez fue un ardiente defensor de la rebelión. Lo hizo ante las cámaras de televisión. Ahora ha cambiado de opinión, quizá no con argumentos jurídicos sino con el aplastante razonamiento de que España no puede vivir otra década más con Catalunya en el epicentro de la agenda y con el independentismo agitando el fantasma de la secesión. Y en estos casos más vale siempre explicar que callar o delegar en otras voces de su entorno o de su gobierno que, en lugar de aclarar, a veces, no hacen más que contribuir al infernal ruido que aprovecha la derecha para inflamar el debate público.

Si como sostienen las encuestas, hay casi un 70% de españoles que apuestan por el diálogo con Catalunya frente a los que prefieren la mano dura contra el independentismo, qué mejor argumento que la fuerza del consenso social para recuperar el valor de la palabra y para que quienes la utilicen digan de una vez, sin titubeos, engaños o subterfugios lo que tienen que decir. Esto es que hay un problema con Catalunya y que hay un Gobierno que está dispuesto a poner sobre la mesa soluciones nunca antes exploradas mediante el diálogo y la negociación que como tales requieren de cesiones por ambas partes.

Si el Gobierno de Pedro Sánchez ha decidido impulsar una reforma amplia del Código Penal no es, como han dicho algunos de sus miembros, porque se necesite homologar los delitos con el derecho comparado en Europa. Y tampoco porque haya que contextualizar con los tiempos actuales algunas figuras penales. No es una necesidad de nuestro ordenamiento jurídico, sino de Pedro Sánchez, su precaria mayoría y su dependencia con el independentismo. Si no fuera así, en su programa electoral no sólo hubiera incluido la propuesta sino que la hubiera defendido en campaña. Y no lo hizo. En realidad, defendió una modificación pero no para rebajar las penas por sedición sino para tipificar de nuevo como delito la convocatoria de un referéndum ilegal. A diferencia de muchos españoles, que tuvieron claro que los líderes del procés cometieron un delito de desobediencia y quizá también de malversación pero no de rebelión ni de sedición, el presidente del Gobierno fue antaño un convencido de que hubo rebelión.

Como presidente del Gobierno está obligado a buscar soluciones a un conflicto político que España arrastra cuanto menos desde hace diez años. Y si en el trayecto ha cambiado de opinión y la negociación que ha emprendido con el independentismo requiere de cesiones, deberá explicarlas, aun sabiendo que la derecha no está por la labor de concederle la más mínima tregua con tal de que no pase a la historia por haber acabado con la crisis territorial más grave de la España democrática.

Hoy más que nunca es necesario que se escuchen las voces de los que tienen voz y no se oyen por miedo al desgaste que les ocasionen sus decisiones. La política también es eso, asumir que cualquier determinación tendrá siempre partidarios y detractores y que el silencio, en todo caso, es un lenguaje mucho más hondo que todas las palabras juntas. Si Zapatero pidió en su día autorización al Congreso de los Diputados para hablar con ETA, no estaría mal que Sánchez hiciera lo propio con la negociación que mantiene abierta con el independentismo y que, sin duda, es lo que le ha llevado a plantear la reforma del Código Penal para aliviar las penas de los condenados, digan lo que digan.

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