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ANÁLISIS

Las restricciones no sirven para controlar el virus sin test, rastreo y mensajes claros a la población

Una mujer con mascarilla se sienta en el metro de Calcuta, India

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En abril abrieron los bulliciosos y animados cafés y restaurantes de Vietnam. En julio, 10.000 aficionados al béisbol en Taiwán acudieron al estadio para ver un partido. En agosto, miles de personas se juntaron para escuchar un concierto en el Wuhan Maya Beach Water Park de China. Y este mes se celebran los campeonatos internacionales de rugby en Nueva Zelanda con los estadios llenos.

En gran medida, la vida diaria ha vuelto a la normalidad en estos lugares. Con relación a otros países, el daño económico sufrido ha sido mínimo. En Vietnam, Nueva Zelanda y China tomaron medidas de confinamiento pronto, drásticas y de poca duración. En Taiwán ni siquiera hubo que aplicarlas.

Con una población de 1.400 millones de personas, China reporta que solo ha sufrido 4.634 muertes por la COVID-19. Vietnam, Taiwán y Nueva Zelanda suman juntos 67 víctimas mortales ¿Cómo han hecho estos países para controlar la COVID-19 y permitir que sigan funcionando sus sistemas sanitarios, economías y sociedades?

Esa es la pregunta que todos deberíamos estar haciéndonos. En vez de eso, y ya en el séptimo mes de esta crisis, el Reino Unido sigue atascado en ciclos interminables de medidas de confinamiento con sus medios de comunicación obsesionados por estériles debates sobre la gravedad del virus y sobre cuál debería ser la mejor estrategia para afrontarlo.

El error inicial del Reino Unido fue considerar al coronavirus como una gripe. Tardó en aplicar cierres de espacios públicos y restricciones de movilidad y permitió que el virus se propagara entre la población como si fuera un resfriado común. Una vez que quedo clara su gravedad, el Gobierno perdió tiempo y esperó a ver qué pasaba.

Test y rastreo

A lo largo de los últimos meses, el número de contagios ha subido y ha bajado. Durante el verano, Reino Unido parecía haber aplanado la curva y el número R –que indica a cuánta gente de media contagia una persona infectada– estaba bajo control. Pero en lugar de reemplazar las duras medidas de confinamiento con una estrategia eficaz de pruebas y rastreo que permitiese transformar la cuarentena general en una selectiva y solo para los expuestos al virus, el Reino Unido levantó las restricciones sin un plan de contención efectivo. Mientras tanto, el Gobierno animaba activamente a la gente para que se fueran de vacaciones al extranjero, lo que significa que el virus se reimportaba al país una y otra vez, desencadenando nuevas cadenas de contagio a su regreso.

Para el Gobierno, aplicar restricciones generales a todo el país y confiar en que el problema desapareciese parecía el único objetivo de las restricciones. Pero las restricciones por sí mismas no cambian las características fundamentales del virus ni su trayectoria: solo sirven para comprar tiempo. Un tiempo que a medida que pasaba iba acompañado de una creciente sensación de hartazgo y enfado entre la gente. Para muchos, la lucha contra el virus empezó a significar quedarse en casa y cerrar tiendas y empresas. Comenzaron a sonar las alarmas: ¿podría ser el coste de estas medidas más alto que el coste del propio virus? ¿Es lícito limitar la vida de millones para que unos miles no se mueran?

Entonces no es ninguna sorpresa que aquellos que ofrecen soluciones fáciles y convincentes –como la de que hay que elegir entre “economía o salud”, “puedes recuperar tu vida para Navidad”, “este virus es prácticamente inofensivo para los menores de 55 años”– hayan encontrado una audiencia receptiva en una sociedad irritada y agotada.

Falsas soluciones fáciles

Muchas de estas soluciones se pueden clasificar en los argumentos de “inmunidad de rebaño”, “protección dirigida” y “protección a los vulnerables”. Si el virus parece ser peligroso solo para ancianos o personas con enfermedades, dicen, ¿por qué no proteger a los vulnerables y dejar que el resto siga con su vida normal?

Por desgracia, no hay soluciones tan fáciles. Ese plan puede sonar bien sin mucho análisis, pero para llevarlo a la práctica hay que sortear problemas importantes. No habría que limitar la protección únicamente a las personas vulnerables, sino también a los miembros de su hogar y aquellos con los que están en contacto regular ¿Y cómo distinguir al vulnerable del no vulnerable? La edad no es el único factor. Se ha demostrado que la COVID-19 afecta más gravemente a personas con exceso de peso, a personas de determinados grupos étnicos y a personas con enfermedades de las que ni siquiera son conscientes.

Estamos empezando a comprender los efectos que el virus tiene incluso en personas con síntomas leves. La COVID-19 no ataca solo a los pulmones, también afecta a los riñones, al hígado y a los vasos sanguíneos y puede atacar al cerebro. Puede generar problemas a largo plazo en personas jóvenes y sanas, hasta el punto de que el Servicio de Salud británico ya ha reconocido como enfermedad la “COVID de larga duración”.

Otro problema es que la inmunidad generada tras la enfermedad disminuye rápidamente y hace posibles segundos contagios. La “inmunidad de rebaño” es una ilusión: no sabemos si la inmunidad generada tras la COVID-19 es duradera, por lo que parece poco probable que siguiendo esa estrategia llegásemos a ese momento ideal en el que salir es absolutamente seguro para las personas que han estado protegiéndose en casa.

Han pasado décadas y seguimos sin inmunidad de rebaño contra el cólera, la fiebre amarilla, la polio, el sarampión, la tuberculosis, la malaria o la peste. Hasta que se desarrollaron las vacunas contra esas enfermedades, hubo que controlar su propagación con medidas de salud pública. De hecho, algunas partes de Estados Unidos tenían paludismo endémico hasta que se crearon los Centros para el Control de Enfermedades y se desplegó una gigantesca campaña nacional de salud pública que eliminó la enfermedad a principios de los años 50. Con el sarampión, la única forma de alcanzar la inmunidad de rebaño fue mediante la vacuna. La historia es similar para muchos de los patógenos que han asolado a la humanidad.

Qué podemos hacer

Entonces, ¿qué podemos hacer contra el coronavirus hasta que llegue una vacuna eficaz? La respuesta no puede ser un confinamiento constante, de elevado coste económico y social. Un artículo reciente de la revista médica The Lancet (del que soy coautora) hace un repaso de las lecciones que pueden tomarse de otros países a la hora de relajar las restricciones, identificando tres elementos clave para mantener al virus bajo control.

El más importante es un buen sistema de pruebas, rastreo y aislamiento que devuelva el resultado de las pruebas en 24 horas, que sea capaz de identificar al menos al 80% de los contactos y que imponga el respeto a la regla de 14 días de aislamiento para los expuestos al virus. Es necesario que haya un mensaje claro de los responsables de salud pública sobre la necesidad de prevenir el contagio en todas las edades; evitar los espacios cerrados, atestados y con mala ventilación; estar al aire libre en la medida de lo posible; taparse la cara; y respetar el distanciamiento siempre que sea posible. Y necesitamos sustituir nuestro actual sistema en las fronteras, laxo y mal controlado, por medidas estrictas que eviten la reimportación del virus.

Aún estamos en el primer o segundo capítulo de esta pandemia. Esperar que el virus desaparezca por arte de magia, dejar que se expanda por la sociedad o imponer continuas restricciones a la espera de una vacuna como única estrategia no son las mejores soluciones y dañarán nuestra salud, nuestra economía y nuestra sociedad ¿En qué momento mirará el Reino Unido hacia Asia oriental y hacia el Pacífico para decir 'queremos lo que ellos han logrado'? ¿En qué momento aprenderemos de su manual: suprimir el virus, abrir la economía y recuperar una apariencia de normalidad en nuestra vida cotidiana?

Devi Sridhar es directora de sanidad pública global de la Universidad de Edimburgo.

Traducido por Francisco de Zárate

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