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El fin del monopolio

Varias personas marchan con la bandera trans en la manifestación del Orgullo Crítico en Madrid de 2017.
18 de diciembre de 2020 23:05 h

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La propuesta de aprobación de leyes estatales como la Ley LGTBI y la Ley trans, o la propuesta de reforma de la Ley 5/2008 catalana de violencia machista, ha suscitado un enconado debate sobre la autodeterminación de género o derecho a escoger el género con independencia del sexo biológico, y sobre las consecuencias de instaurar el mismo. El estilo de las críticas contra la reivindicación de este derecho evoca demasiado el odioso lema de Hazte Oír: “Que no te engañen”. Por otra parte, la adscripción política de quienes sostienen esta postura, fundamenta la sospecha de si se trata de una discrepancia ideológica o sobre todo, de una pugna partidista.

La objeción central de quienes están en contra de este derecho, es el hecho de que la desigualdad entre hombres y mujeres viene determinada por el sexo biológico y que el género no puede ser elegido. Para sostener esta postura, se apoyan en la “verdad científica” del sexo biológico, frente a la identidad de género, que tildan de mero sentimiento. La postura favorable a la inclusión de la diversidad de género defiende que este argumento es reduccionista y demagógico. No se niega que el sexo biológico sea fundamental, ni que la mayoría de las mujeres tengan vulva. Lo que se alega es que las mujeres que no tengan, también deben ser tenidas en cuenta. La identidad de género consiste en la reivindicación y la puesta en práctica social de una identidad individual escogida, construida más allá del sexo biológico. Ello no es incompatible con admitir que existen unas normas socioculturales de género, que nos son impuestas y que nos condicionan a todas las mujeres, incluidas las mujeres trans.

El sistema patriarcal se sostiene a base de imponernos límites a las mujeres, recortándonos derechos, imponiéndonos roles o restringiéndonos espacios. Las violencias machistas son represalias por haber transgredido estos límites, poniendo en riesgo el poder masculino hegemónico, sea por parte de mujeres cis, de mujeres trans o incluso de personas no binarias. Lo que determina la opresión y la desigualdad de las mujeres no es sólo la vulva, sino sobre todo la construcción social que se le asocia, el género. No podemos obviar la perspectiva interseccional, que nos recuerda que algunas mujeres enfrentan un impacto aún más severo de aquellas violencias machistas, por su condición de colectivo discriminado y vulnerable.

El otorgamiento de protección a la diversidad de mujeres existente por parte de la normativa de violencia de género machista no es algo nuevo. En Catalunya, es desde el 2008 que la ley sobre violencia machista viene reconociendo a las mujeres trans como merecedoras de protección. El Tribunal Constitucional, desde su sentencia 929/2007, viene reconociendo que el Estado debe considerar el sexo sentido o social, por encima del biológico. Por su parte, la Fiscalía, desde su Circular del 6/2011, ha venido avalando una interpretación de la ley de violencia machista estatal 1/2004 que asegure la protección de las mujeres trans. No parece que durante todos estos años el sistema de protección a las mujeres se haya resentido de haber ampliado el espectro de mujeres protegidas.

Las posturas contrarias a la autodeterminación de género, han llegado a lanzar afirmaciones alarmistas como el hecho de que si la categoría mujer dejaba de fundamentarse en algo tangible como la vulva, cualquiera podría reivindicar ser mujer. Esto podría llegar a provocar que algunos maltratadores evitaran la aplicación de la ley de violencia machista. El fomento de temores irracionales recuerda demasiado el mantra de las denuncias falsas, estadísticamente irrisorias, pero tan tóxicas de cara a la opinión pública. Agitar esta falsa idea supone una irresponsable banalización de las violencias que rodean las vidas de las mujeres trans. También supone una comprensión superficial y frívola de lo que es la identidad. Esta no es un capricho volátil ni un producto neoliberal, sino que es un proceso, que, de hecho, no todas las personas tienen la valentía de recorrer. La identidad atraviesa y condiciona todos los aspectos de la vida, las relaciones familiares y filiales, el acceso a la salud, a la vivienda o al trabajo. Las violencias que enfrentan quienes desafían la normatividad, hace muy poco plausible que nadie  usurpe de forma instrumental una identidad.

A pesar de lo absurdo de este riesgo, está sirviendo de pretexto para exigir a las mujeres trans que demuestren su identidad de mujer. La única ley que se ha permitido la obscenidad de otorgar “carnés de mujer”, fue la Ley 3/2007 de rectificación de mención registral del sexo. Una ley la derogación de la cual viene siendo reclamada desde años atrás, porque contraviene los estándares internacionales que avanzan hacia la despatologización de la diversidad de género. La identidad de género forma parte de la autodeterminación personal y ningún estamento médico o judicial debe otorgarla. Las mujeres trans son mujeres por derecho propio, no por concesión.

Ninguna de las nuevas propuestas de leyes LGTBI estatales, ni tampoco la reforma de la ley de violencia machista catalana, deja de considerarnos a las mujeres cis ni nos quita ningún derecho, sólo pretende ampliar el espectro de mujeres protegidas. A pesar de ello, se han articulado iniciativas que afirman sin pudor que estas leyes encubren una conspiración para borrar a las mujeres. La idea subyacente a esta postura ha sido tachada de tránsfoba, porque presupone que las “mujeres de verdad” ostentan el monopolio de esta identidad y tienen derecho a fiscalizar la del resto de mujeres diversas. Algunas voces expertas han denominado la “herida interseccional” la agresividad con la que se responde quien siente que no se está reconociendo su lucha, cuando se le interpela para tomar consciencia de sus propios privilegios. Si alguien puede quejarse de invisibilización, son las mujeres trans.

Las contrarias a la ampliación de la categoría mujer más allá del sexo biológico, también esgrimen otras dos consideraciones de segundo orden. Una de ellas es la de la inseguridad jurídica. En el ámbito registral y estadístico, a nivel internacional, voces jurídicas expertas ya están elaborando fórmulas para acoger la diversidad de género, incluidas las personas no binarias. A nivel estatal, el Pleno del Tribunal Constitucional, recientemente fijó una postura clara. En su sentencia de 99/2019 de 18 de julio, sobre la modificación de la mención de sexo de un menor trans, asumió que el orden público legal no podía anteponerse al ejercicio de derechos fundamentales, entre ellos el de la dignidad y el de la libre determinación personal. En el ámbito de la violencia machista, las mujeres trans ya vienen siendo incluidas en las estadísticas. Respecto de la compleja cuestión de las personas no binarias, habría que empezar por preguntarles si no identificándose con una identidad masculina ni femenina, considerarían adecuado obtener protección en la normativa contra la violencia machista o bien en otras leyes antidiscriminatorias. La otra consideración de segundo orden es si el cuestionamiento de la categoría mujer, podría deslegitimar las políticas públicas de igualdad, si se cuestiona la categoría mujer. Este argumento no tiene ningún fundamento objetivo. De hecho, lo único que ha venido erosionando estas políticas públicas, ha sido el embate de la extrema derecha y la falta de compromiso político, que se ha traducido en asfixia presupuestaria.

Los feminismos hemos reivindicado la existencia de una categoría “mujer” estratégicamente útil para aglutinar reivindicaciones y potencial político, y a la que no tenemos por qué renunciar. Otra cosa, es que esa categoría sea empleada para negar la diversidad de mujeres existentes. Lo cierto es que las mujeres cis no hemos hecho lo suficiente auto crítica hacia la exclusión de la diversidad que ha atravesado la construcción de nuestro feminismo blanco y cisheternormativo. Y este es el que hasta ahora ha impregnado las leyes sobre los derechos de las mujeres.

Quizás la ética feminista sea la clave para posicionarnos en este hiriente debate: el sistema de protección de las mujeres frente a las violencias de género no puede seguir dejando fuera a una parte de las mujeres que las sufren. Se trata de sumar derechos, no de restar.

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