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El anillo de la invisibilidad: la moneda como ficción

Javier Azpeitia

No dejaré de unir las Gracias con las Musas,

hermosa conjunción.

Eurípides

Un día en que dormía en la ribera del río Pactolo, en la ladera del monte Tmolo, no muy lejos de la ciudad de Sardes, al joven Giges, pastor de las ovejas del rey lidio Candaules, lo despertó el estruendo de un rayo que cayó a pocos metros de él. La tormenta ni siquiera se había insinuado en el horizonte antes de que se quedara dormido, así que Giges tardó en sobreponerse al sobresalto de su despertar. Cuando al fin lo logró, se acercó a contemplar cómo terminaba de consumirse en llamas un arbusto al que había alcanzado el rayo. Tras ese arbusto, en las rocas por las que trepaba, vio entonces Giges la entrada de una cueva que hasta ese momento mantenía oculta el arbusto, aunque en su inocencia pensó que el rayo había creado la cueva rompiendo las rocas.

No sin temor, Giges comprobó que la boca de la cueva daba a una estancia amplia desde la que se accedía a otras estancias por diversos corredores. Como la lluvia arreciaba, Giges decidió guarecerse allí con el ganado, y en ello estaba cuando, persiguiendo a un lechal que se había apartado de su madre, encontró, alzado en el centro de una de las estancias de la cueva, un imponente caballo de bronce. La curiosidad pudo de nuevo más que el temor, así que Giges acabó trepando al caballo y encontrando la puerta que daba acceso a su interior, en donde descansaba el cadáver incorrupto de un hombre cuya estatura doblaba la de un lidio. En la mano de aquel cadáver brillaba un anillo de oro. Envalentonado por la facilidad con que la fortuna lo había buscado, Giges le arrancó el anillo al cadáver y se lo colocó en el anular.

Cuando escampó, el pastor se dispuso a abandonar la cueva con el ganado, pero aunque llegó a patear a las ovejas, no lo obedecían. Decidió ir a Sardes en busca de la ayuda de un amigo, aunque una vez allí, para su sorpresa, todos hacían oídos sordos a sus palabras. Intuyendo al fin lo que ocurría, fue a casa en busca del espejo de obsidiana de su madre, y comprobó que no lo reflejaba. Aterrorizado, achacó la desaparición de su imagen a su profanación del cadáver, se sacó el anillo del dedo y en ese momento su madre lanzó un grito: había aparecido ante ella repentinamente al quitarse el anillo.

Pues bien, el rey Candaules, como es bien sabido, gustaba de esa perversión que hoy llamamos candaulismo y que consiste en disfrutar mostrándoles a otros la propia mujer desnuda u observándolos fornicar con ella, y, para dar rienda suelta a su vicio, usaba siempre como tercero a su pastor Giges, que, enamorado de la reina y harto de soportar al monarca fisgando a sus espaldas cuando se lo hacía con ella, al ser consciente de la impunidad que le proporcionaba su nuevo anillo, comenzó a visitar a escondidas a la reina, terminó de seducirla fácilmente, pues lo más difícil ya estaba hecho con la complicidad del rey, y la convenció para que matara a su esposo y compartiera con él, Giges, el invisible, el gobierno de Lidia. Con Giges comenzó la dinastía Mermnada, que gobernó Lidia durante varios años de prosperidad.

Las fauces del León de Lidia

Esta historia, que conocemos gracias al relato de Platón (República, II, 3), y de Heródoto (Historias, I, 7-14), ilustra el enriquecimiento repentino de los reyes de Lidia y la conversión de su país en gran potencia comercial a partir del siglo vii a. C. La causa última del poder de la dinastía Mermnada y su impunidad es, sin embargo, más prosaica que la del hallazgo de un anillo: el descubrimiento y la explotación de un yacimiento de oro en la ladera del monte Tmolo.

El dinero, viene a decirnos la realidad que nuestra historia recrea, da a quien lo posee una impunidad que tarde o temprano acabará incitándolo a la delincuencia. Frente a los presumidos gobernantes de los países del mundo y a esos millonarios que se afanan por escalar puestos en la lista anual de Forbes, quienes poseen una fortuna verdadera, dueños del anillo de Giges, tienen la facultad de hacerse invisibles.

Los lidios son tradicionalmente considerados como los inventores de la moneda. Su famoso León de Lidia, una de las primeras monedas que se conoce, fechada en torno al 600 a. C., posee un diseño de una belleza sobria e impactante en su anverso: el prótomo de un león rugiente y mornado, antecesor evidente del que figuraba en un bajorrelieve del palacio de Darío en Susa y, quizá también, del león heráldico.

Hay algo en esas monedas de aspecto feroz que puede llevarnos a reflexión. A la hora de establecer su valor real, los historiadores no se ponen demasiado de acuerdo. ¿Qué podía comprarse exactamente un lidio con una de esas monedas? Una oveja, dice uno. Dos jarras de vino, asegura otro. Once cabras, alega un tercero. Por más que la miramos, no conseguimos hacernos una idea.

Sin embargo, lo más sorprendente del León de Lidia no es su diseño singular ni el enigma de su verdadero valor, sino la escasísima proporción de oro que contiene. Como especifica Heródoto, lo único en que resultaron pioneros los lidios fue en fabricar sus monedas con la tramposa aleación natural de oro y plata que realmente daban las tierras que bañaba el río Pactolo: el electro, también llamado oro blanco. Y es fácil deducir que los señores lidios se enriquecieron cambiándoselas a sus súbditos y a los clientes de sus mercadurías por monedas de oro puro.

El verdadero sentido de una moneda

Tan inocente como creerse la lista Forbes resulta considerar que la moneda es un invento de hace apenas 2.600 años. Si la idea del individuo como algo separado de la comunidad, el concepto de persona, la ficción del yo, es, en buena lógica, la primera ficción que ideó la especie humana, el dinero no debe andarle muy lejos.

¿Cuándo hay moneda? ¿Qué es exactamente una moneda? La definición que se maneja en la actualidad es demasiado débil y restrictiva. Según ella, una moneda es una pieza de metal con un valor concreto certificado por la autoridad. Esa definición olvida el sentido original de la moneda, su característica más importante: una moneda es una ficción, un objeto que simboliza una deuda entre dos personas. Se elaboran a partir de materiales duros, obviamente, para asegurar en lo posible su perdurabilidad. En la Edad de Piedra las monedas y las puntas de flecha se hacían de obsidiana: todos los ministros de la Guerra saben bien que el dinero está hecho del material de las armas.

¿Por qué, a pesar de algunas extrañas excepciones, son circulares las monedas? Esa pregunta es un poco más ardua de responder: como demuestra la fábula platónica del anillo de Giges, las monedas son redondas porque las primeras que se hicieron de metal tenían, igual que otros tipos de alianzas, forma de anillo, para colocarlas en los dedos en recuerdo de las deudas.

El nacimiento de la economía de mercado

La moneda es, según una hábil interpretación antropológica, el elemento que caracteriza o provoca el paso de las sociedades supuestamente regidas por la economía del don a las sociedades regidas por la economía de mercado en las que todavía vivimos. Bajo la economía del don, los bienes y los servicios se ofrecían, digámoslo así, sin llevar la cuenta, en un altruismo recíproco basado en la convicción de que el bien del vecino es parte fundamental del propio bien.

El deseo de establecer un equilibrio entre lo que se da a otros y lo que se recibe de ellos, primero, y de valorar unos bienes y servicios por encima de otros, después, forzó la aparición de la moneda: como testigo de la deuda, al principio; como medio de cambio, luego, y finalmente como elemento acumulable con valor propio: pura ficción literaria.

El valor de las primeras monedas grabadas por la autoridad se puso pronto en relación al trabajo: la moneda base pasó a representar pronto una jornada de trabajo, un valor que ahora nos parece hermoso en su extraña indeterminación, y que solo era posible en una época en que los bienes no llegaban con el envoltorio del diseño y los trabajos no se habían graduado entre los que debían realizar los esclavos (hoy proletarios) y los libertos (hoy burgueses). Una vez establecido eso, comenzó la devaluación, cualidad inherente a la moneda, que obliga a los sirvientes a aumentar su capacidad productiva para mantener el poder adquisitivo.

Esa fue la guinda del pastel. Antes o después, tanto da: cuando se estableció con todos sus matices actuales, la ficción de la moneda encontró su verdadero sentido.

Tiempos de opulencia y tiempos de crisis

Desde entonces, el dinero marca los tiempos. En los tiempos de opulencia los burgueses se creen ricos y los proletarios se creen burgueses. En los tiempos de crisis los burgueses descubren que no tienen nada en propiedad y los proletarios buscan la supervivencia en los cubos de basura. Toda esta ficción del mundo civilizado se basa, al fin y al cabo, en la explotación de la mayoría por unos pocos privilegiados. Como ya imaginábamos, unos tiempos no tienen sentido sin los otros, y dependen del valor que las esferas de poder le den al dinero. Las fortunas de quienes están en esas esferas se refuerzan en las crisis, claro, claro.

¿Y de qué sirve saber todo eso? De nada. Saber eso no convierte a nadie en uno de los privilegiados. Ser uno de los privilegiados consiste en algo mucho más difícil: no creer en el dinero. Así dicho, parece sencillo: no creerse el dinero, saber que es la ficción que efectivamente es. Pero, hay que reconocerlo, no somos capaces de abandonar nuestra ignorante fe. Por eso nos convertimos en los servidores del dinero, sus contables, sus esclavos, sus adoradores. Alabado sea.

En la actualidad, la ficción de la moneda se ha convertido en un engaño de tal calado que ya no necesitan ni siquiera hacer que circule ante nuestras narices: han sustituido las monedas por apuntes contables para los que hace falta que los ciudadanos tengamos una fe que ronda la estupidez sumaria. Los “grandes economistas” que dicen que la crisis es producto de un uso del dinero, por parte de burgueses y proletarios, por encima de la verdadera liquidez que poseen aciertan mucho más de lo que ellos mismos pretenden con su palabrería.

Es verdad que una época de crisis es eso, pero no debemos olvidar que las épocas de opulencia están construidas con el mismo mecanismo. De vez en cuando, para mantener la fe de tanto ignorante, las autoridades se ven obligadas a montar un teatrillo que abra los ojos a los escépticos. Como la supuesta y secretísima auditoría de lingotes de oro que realizó este pasado verano la Reserva Federal de EE.UU., o las supuestas auditorías alemanas de los supuestos lingotes de oro de su supuesto tesoro que supuestamente custodian, en su supuesta mayoría, las autoridades estadounidenses desde la Segunda Guerra Mundial. Paparruchas. Todo ese oro no tiene más que un valor simbólico.

El círculo de las tres Gracias

Como antídoto del dinero, en oposición al círculo de la invisibilidad, al anillo de Giges, solo hay una fórmula, y nuestra cultura la dejó de lado hace ya mucho tiempo.

Existe otro círculo mítico, un círculo sagrado: el círculo de la diosa triple que se dispone a entregarnos la manzana de una sabiduría prohibida, las tres Cárites o Gracias, esa representación de tres mujeres desnudas, que danzan abrazadas formando un anillo humano e intercambian, o llevan en las manos, una manzana: la mujer que da, la mujer que recibe, la mujer que devuelve.

Las tres Gracias nos recuerdan que existió un tiempo sin banqueros, un tiempo en que la usura era tan despreciable como cualquier otro delito. Hermanas de las Musas, las tres Cárites se erigían entonces en protectoras de las artes y de los artistas, del trabajo como afán por la obra bien hecha y ofrecida a la comunidad. El arte por el arte: la economía del don frente a la del mercado.

Olvidada del mundo que representan las Gracias, nuestra especie se divide hoy en dos tipos de especímenes: los que creemos que el dinero es real, y cada vez que vemos un billete de doscientos euros lo desplegamos ante nuestras fauces, frunciendo el entrecejo para simular que somos perfectamente capaces de comprobar que no es falso, y los que saben que el dinero es una ficción que somete el mundo a sus deseos.

El tanto por ciento de estos últimos es muy pequeño. Dígame: ¿en qué lado se encuentra usted? ¿Verdaderamente desearía ser uno de esos despreciables, miserables, invisibles tipejos libres?

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