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En esto creo

Miguel Roig

Desde el fondo de un plano en profundidad con las ruinas del Foro Romano como contorno, avanza hacia la cámara un helicóptero del cual pende una enorme figura de Cristo. Según se acerca vemos una imagen sonriente, de brazos abiertos, acogiendo al mundo. Es la primera escena de La Dolce Vita de Federico Fellini, calificada de obscena por L'Osservatore Romano y ante cuyo estreno el Papa amenazó con la excomunión a los espectadores. El Cristo ante las ruinas romanas es la confrontación de dos iconos y la supremacía del más fuerte. El helicóptero, después, surca los suburbios de Roma y un grupo de niños corre por las calles siguiendo el cortejo aéreo; al fondo vemos otro símbolo: la cúpula del Vaticano. Unos obreros detienen su trabajo y saludan la imagen. En una terraza, cuatro chicas con bikini se alzan al grito de “Jesús, Jesús”. Finalmente, Cristo llega a la plaza de San Pedro y la multitud lo recibe.

En los años ochenta, en las calles de Buenos Aires intervenía un grupo underground que pintaba grafitis en las paredes de la ciudad y firmaba como Los Vergara. Cuando Juan Pablo II visitó Argentina en 1987, la Iglesia inundó los espacios urbanos con una imagen del Papa y un eslogan: “Viene el Papa, viene Cristo”. Los Vergara respondieron en los muros con lógica cartesiana: “Se va el Papa, ¿se va Cristo?”. Desde esta perspectiva la lógica católica tiene una relación con los símbolos similar a la de Warhol con su obra: las pirámides de envases de detergente Brillo ocupando las salas de las galerías de arte neoyorquinas quedaban huérfanas de significado sin la presencia del artista. Cuando Juan Pablo II abandonó Buenos Aires, lo hizo en un largo peregrinaje por las calles de la ciudad, ante la multitud que le seguía desde las aceras y los balcones, en el papamóvil –término que admitió el DRAE–, otro símbolo que aportó a la liturgia Juan Pablo II.

La religión, la política y el amor funcionan en un mismo espacio, el de la incertidumbre, y todos ellos necesitan objetos en los que proyectar las respuestas a ese malestar. La religión aspira al amor solidario pero reclama la enajenación de la pasión, la entrega a la deidad tal como el enamorado busca fundirse en el objeto de su deseo. El amante, podemos inferir, practica una religión personal, creada a su imagen y semejanza y que funciona con el simple reconocimiento de la aceptación del otro: existimos en la mirada de los demás, decía Sartre, en el otro, aunque sea un infierno –otro icono severo que apuntala el dogma–.

La idea del Dios personal viene avalada por la observación que Zygmunt Bauman hace de lo cotidiano y que no es otra cosa que una liturgia individual. Derrumbadas todas la jerarquías –Benedicto XVI acaba de demostrar que incluso la suya, que representa a Dios en la tierra, es de quiebre fácil–, se impone la creación de un sistema propio y el descarte u olvido de un Dios recibido. Una amiga, artista plástica, que emigró a un país latinoamericano, me contaba que de un tiempo a esta parte se ha acostumbrado a vivir con menos por dos razones. Una, obvia, es la disminución de su capacidad de consumo, y la otra es que aun contando con los medios la oferta es mucho más limitada que en un país como España. El resultado de esta transformación le ha dado una nueva perspectiva que parafrasea la máxima de Mies van der Rohe: menos es mejor. Esto le ha llevado a reflexionar sobre sus años españoles y la dependencia de una necesidad de consumo fútil. Su fe, una fe individual, se proyecta en su obra actual, el “tótem” de su visión del mundo. Otro amigo, en París, me pidió hace poco que le acompañara a pasar la tarde en la guardería de su hijo. Me sorprendió la propuesta pero me dejé llevar. La guardería, a pocas calles de su casa, está gestionada por los padres con recursos que proporciona el ayuntamiento. Entre todos los padres eligen el personal, supervisan los métodos de relación de estos con los niños, controlan su alimentación y son responsables del mantenimiento de ese pequeño templo laico, en el que uno al entrar se quita el calzado y una vez dentro se sienta en el suelo para compartir la perspectiva de los niños. El amor solidario surge desde ese recinto y la forma de convivencia que allí se cuece imanta la vida de ellos fuera de la guardería. Ante mi inquietud por los temas horarios y la disponibilidad real de hacer acto de presencia una tarde a la semana en el lugar, mi amigo me dijo que con su pareja se organizaban laboralmente para estar siempre presente uno de los dos cuando les tocaba el turno y, que a su vez, en el grupo de padres se asumía cierta flexibilidad para sustituirse unos a otros ante los imprevistos.

Esta suerte de sistema de creencia, hecho a la medida de uno, con un dios tan intangible como el oficial pero de bricolaje, un dios de base, con unos cuadros como iconos en un caso o una guardería como templo en el otro, responde a problemas concretos de la propia vida y ayuda a afrontar las consecuencias de las elecciones vitales.

El Deux ex machina, aquí, en estos relatos, cambia la grúa que pone a un Dios en escena por la pulsión que introduce cambios perceptibles en un sistema caduco.

Carlos Fuentes abre su libro En esto creo, una suerte de diccionario vital con esta aseveración: “lo que no tenemos lo encontramos en el amigo”. Alguien que suele estar en el más acá, casi siempre.

En un helicóptero similar al de La Dolce Vita se marchará Benedicto XVI del Vaticano. Pero no lo hará como Cristo, colgado, de brazos abiertos a la multitud reunida en la plaza de San Pedro para despedirlo. La cruz de Cristo la llevará, posiblemente, en su reflexión, llena de incertidumbre, como la cruz que utilizan los analfabetos para firmar, una cruz que da fe de la ignorancia. Porque si algo nos ha enseñado este Papa es que Dios está en otra parte.

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