La cultura británica tiene que excusarse
Primum vivere, deinde philosophari. Algo así parece pensar Maria Miller, la ministra de Cultura británica, que ha planteado la necesidad de que la cultura justifique su valor económico para ser merecedora de los fondos públicos. Si es la encargada de romper las lanzas en favor de la cultura, lo británicos lo llevan crudo. Ella misma ha defendido esa necesidad en su primera gran intervención pública, afirmando que “en un momento en que el dinero es escaso, nuestro enfoque debe ser el del impacto económico”.
No es la primera vez en los últimos tiempos que este tipo de decisiones se toman en el Reino Unido. Ya el Ayuntamiento de Newcastle suprimió el presupuesto destinado a actividades culturales, logrando con ello el descontento y las consiguientes protestas ciudadanas, secundadas por artistas como Sting, Bryan Ferry o Mark Knoppfler. La preocupación por este asunto se apoya también sobre la posibilidad de que las instituciones museísticas públicas, de entrada gratuita, pierdan esta condición, aunque el Gobierno conservador liderado por Cameron se guarda siquiera de insinuar tan impopular medida.
La ministra, al mismo tiempo, ha querido animar a ciudadanos e instituciones, añadiendo que “la cultura británica es quizá el producto más poderoso del que disponemos”, amparándose en el éxito de los pasados Juegos Olímpicos en Londres. Pero, si reconoce ese éxito incluso económico ¿qué demostración adicional espera?
Por todo ello, la inquietud de los sectores culturales es inevitable. Se acabó el arte por amor al arte. Ahora exigen un arte con beneficio en términos económicos.