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Sin educación pero con colorantes

Begoña Huertas / Begoña Huertas

La primera vez que vi la película de Pink Floyd Another brick in the wall me impresionó la imagen de aquellos niños que caminaban en fila como zombis y entraban en una especie de túnel, saliendo de él con unas espantosas caretas idénticas. A continuación, con sus pasos de sonámbulos, los chavales caían en una máquina que literalmente los hacía picadillo. La música de fondo denunciaba: “We don´t need no education/ Teacher, leave them kids alone”.

Hay quien en aras de la creatividad prefiere educar a sus hijos en casa. Rastreo la red en busca de algo respecto al tema, pero confieso que me resulta aburrido. En realidad soy partidaria de la escolarización obligatoria, pública y de calidad, y lo que encuentro, la página de www.educacionlibre.org, por ejemplo, no da mucho juego. Me parece una opción minoritaria, respetable, de grupos de padres amigos y progres, pero no un proyecto sólido. De manera que empiezo a navegar aquí y allá hasta que me topo con… Aelita. Más exactamente con www.aelitaandreart.com. Ahí lo tengo, la educación como proyecto de vida en manos paternas a la vista de mis ojos: potenciar la creatividad y la singularidad llevándolas al extremo.

Aelita es una niña de cinco años que expuso este verano en la prestigiosa Agora Gallery de Nueva York, y sus cuadros llegaron a venderse por 8.000 euros. Pero este no fue su debut: hace tres años realizó su primera exposición en solitario, en otra galería -igualmente prestigiosa- de Melbourne, Australia. Allí la compararon de inmediato con Picasso, tildándola de genio; medio mundo del arte se rindió a sus pies mientras ella mordisqueaba el chupete en su cuna. Acababa de cumplir dos años. Nada más saltar al ruedo -o ser tirada al ruedo, mejor dicho-, Aelita consiguió vender todos sus cuadros.

Realmente no me parece excepcional que Aelita tenga una creatividad desbordante. Pocos niños de cinco años se quedarían quietos ante un lienzo en blanco tirado en el suelo, rodeado de sprays de colores, botes de pinturas, tarros de purpurina, muñequitos de goma, papeles de todas las texturas, pinceles de todos los tamaños, estropajos, piedritas, aerosoles, y la libertad de moverse, ensuciarse, y hacer lo que les dé la real gana. Yo no digo que los cuadros de Aelita no sean buenos. No lo sé. Lo que me llama la atención es que el reclamo de venta sea que su obra está “free of education”, como quien dice “free of sugar” (¿será malo para la salud el exceso de educación? -Rousseau, parece que te echan de menos-). Por otro lado, todos los niños de dos años están “free of education”. En la web de la niña pintora se informa al posible comprador de que mientras trabaja, puede que Aelita incluso cante, baile, ¡o haga algún comentario! Guau.

En ciencia se utiliza “el filtro del saber” para distinguir lo validado de la patraña, ¿pero en lo que respecta a la educación qué podría utilizarse? Necesitaríamos algún equivalente al “kit para la detección de estupideces” que utilizaba el astrofísico Carl Sagan. Más allá de la validez (en sus dos acepciones, de valor y de precio) de las obras de Aelita, subyacen las preguntas. Yo ya no sé si me horroriza más la manera zombi de arrastrar los pies en la fila de los niños de The Wall o el modo altanero en que Aelita escoge entre todos los productos que sus papás han puesto a su alcance.

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