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No todo puede terminar en Auschwitz

Luis Magrinyà

Después de Sukkwan Island he leído Una comedia en tono menor de Hans Keilson (Minúscula, Barcelona, 2011, trad. de Carles Andreu) porque sabía que también era un novela con cadáver. Sin embargo, como suele ocurrir cuando uno busca algo, temas favoritos por ejemplo, lo que he encontrado al leerla ha sido otra cosa. Hay un cadáver, sí, y muy inoportuno, y a lo largo de quince páginas está muy presente, con su pijama blanco prestado y una amable joven holandesa que, para envolverlo, tiene que saltar por encima de él para ir a buscar una manta oscura y unos imperdibles. Pero la novela no va de eso realmente. Va de otra cosa que también me gusta mucho: de la gratitud, de la hospitalidad.

El tono menor del título es un tecnicismo musical: se refiere a esa tonalidad que tradicionalmente se ha atribuido a lo triste y sombrío y que algunos investigadores han asociado a cierta entonación del habla cuando se expresan emociones chungas. Lo de comedia parece un contrasentido, teniendo en cuenta que la novela gira en torno a la muerte de un viajante de perfumes judío que una joven pareja holandesa oculta en su casa en plena ocupación nazi. En la página 114 se explica: “Como en una comedia en la que todos esperan que el héroe salvador haga su entrada por la derecha, y de pronto aparece por la izquierda”. Es una cuestión de expectativas: la muerte debía entrar “por la derecha” (por la puerta de los nazis) y, contra todo pronóstico, entra “por la izquierda” (por la puerta de las causas naturales). “No todo puede terminar en Auschwitz”, le dijo el autor a los cien años (murió en 2011 a los ciento dos) a su traductor al inglés, Damion Searls. No es un efecto cómico, sin duda; pero sí es un efecto conflictivo, que saca a relucir, como en las comedias, vanidades inadecuadas y designios poco históricos. Marie, la joven protectora del difunto hombre oculto, ya se veía saliendo orgullosa con él a la calle el día de la liberación… y siente “la pequeña decepción humana” de ver estropeados sus planes, porque “la posibilidad de salvar a otra persona no se presenta todos los días” (p. 114).

Hans Keilson, nacido en Alemania, emigró a Holanda en 1936 y vivió oculto en una casa de Delft durante la ocupación nazi: a la pareja que lo escondió (“Leo y Suus”) está dedicada su novela, publicada en 1947 por la editorial de Ámsterdam Querido, cuyo fundador, que había acogido a muchos escritores alemanes emigrados en los años 30, acabaría asesinado en el campo de exterminio de Sobibor en 1943. También serían asesinados los padres del autor, en Auschwitz. En sus años de ocultamiento, a Keilson un miembro de la policía holandesa le procuró un documento de identidad falso y él pudo viajar por todo el país buscando escondites para niños judíos a quienes también prestaba ayuda psicológica. Una comedia en tono menor recrea muy probablemente su experiencia de refugiado doméstico, como el célebre Diario de Anne Frank, publicado el mismo año, y que tan distinta fortuna, por cierto, correría (la novela de Keilson no sería recuperada hasta que Fischer, su antigua editorial alemana, sacó una edición de sus Obras completas en 2005). La diferencia –y el efecto– es palpable: el Diario es, como corresponde a su género, una narración, aun en circunstancias extremas, del desarrollo de un yo; el de Keilson es, en cambio, en las mismas circunstancias extremas, un libro volcado en los demás, un gesto de gratitud –ante todo– a los “buenos patriotas” holandeses que le salvaron la vida, a él y a otros tantos. Que el siglo XX favoreciera a uno y no a otro da que pensar sobre lo que la posteridad ha leído en la Shoah.

Aparte de una vecina que ni siquiera sale y a la que un joven lechero califica de “cobarde”, la novela está llena, en efecto, de “buenos patriotas”. La imagen que de Holanda se nos ofrece está tan indudable como sinceramente idealizada. La pareja que recibe, sin conocerlo, al “prototipo sefardí” y se siente orgullosa de este acto de “desobediencia civil” tiene, como veremos (ya que “viviremos” en su casa), sus más y sus menos. Los demás no tienen tacha. El médico que cuida al refugiado en su agonía atiende no solo enfermedades y muertes sino también partos secretos (mucho más peligrosos, porque los niños judíos lloran al nacer “como todos los niños”, p. 24). La cuñada de Marie, a quien la pareja no quería hacer partícipe de su secreto, resulta luego toda una experta en encontrar casas a perseguidos y conoce al dedillo la psicología del encierro. La mujer de la limpieza que un día lo descubre le sonríe y no lo delata; un joven lechero intuye algo y tampoco lo delata, y además siente “menosprecio” por quienes no se atreven a desobedecer. Hay también un policía anónimo que encuentra el cadáver debajo de un banco en un parque y elimina enseguida cualquier prueba que pueda conducir hasta quienes lo acogieron.

Por una metedura de pata precisamente a la hora de deshacerse del cadáver (el pijama que llevaba tiene bordadas las iniciales de su dueño, y además una etiqueta de la lavandería), la pareja que lo ocultó se ve en peligro y –pequeñas ironías de la vida– tiene que ocultarse a su vez. Pero enseguida es alojada por una benévola anciana, dueña de una pensión, que los presenta como sus sobrinos… De hecho, la pareja puede salir hasta a pasear en pleno día y no tarda en volver a su vida normal y a su casa de siempre. Allí, sin embargo, al pasar por la habitación de su difunto huésped, ambos tienen “la impresión de que la puerta nunca había estado cerrada de aquella forma” (p. 145).

En la novela, cuidadosa, muy ordenada, muy de interior parco y honrado, no faltan imprecisiones como esa puerta cerrada “de aquella forma”. Se tratan en ella temas secretos, difíciles de desvelar. Marie descubre, cuando ya ha muerto, que su huésped escondía en su habitación un paquete de Lucky Star y que se había ido fumando solo los cigarrillos, sin compartirlos con nadie. “Menuda atrocidad –piensa en un primer momento–, ocultarles un secreto a ellos, que a su vez lo ocultaban” (p. 104). ¡Con lo que habría disfrutado su marido con ese codiciado tabaco norteamericano! Luego se lo piensa mejor. Se da cuenta de que cada uno es cada uno, de que por qué no iba el oculto a tener también sus secretos, sus pequeños egoísmos. Se pregunta, además, por qué iba ella a exigirle que se los revelara, qué clase de derechos –o de superioridad– ha interiorizado por el mero hecho de ser una “buena patriota”. Significativamente, todo esto no acaba de decirse claro, se expresa en metáforas, como si se hubiera entrado en terreno espinoso, y aparece entonces “la chispa que ardía”, “la porcion del gran fuego que incendiaba el mundo y que recibía el nombre de vida, secreta, solitaria” (p. 104). Se abre, por única vez (o casi) en el libro, la puerta quemada de las grandes imágenes, que siempre chirría en las comedias. Pero es una salida, aunque inevitable (apenas dos años después del fin de la guerra), momentánea. No tardamos en volver a los hechos: Marie decide finalmente callarse, quemar los cigarillos, no decir nada a nadie, proteger la memoria del muerto.

La “chispa” salta en otras ocasiones. La hospitalidad no deja de tener sus equívocos y el judío no deja de ser un huésped forzado. Hay horas “en que los odiaba, a ellos y al jarrón que tenían en la sala” (p. 69). Es un jarrón chino que su anfitrión compró en una subasta y del que está muy orgulloso. A lo largo de cinco páginas asistimos a la explosión de inquina que se ha incubado contra ese símbolo de una vida familiar protegida, confortable y, sobre todo, posible. La hospitalidad de los dueños del jarrón significa para el huésped “su aniquilación, su aniquilación humana, por mucho que (tal vez) le estuvieran salvando también la vida” (p. 72). Está agradecido, sin duda, pero “qué encarcelado, abandonado y miserable” se llega a sentir: él, “que nunca había sido un tipo casero, ahora se veía obligado a serlo” (pp. 72-73). En otro giro conciso –y espléndido– de comedia, las cinco páginas de “ciega desesperación” concluyen cuando el huésped indignado se acerca al jarrón “y, con gesto pensativo, alisó una pequeña arruga del tapete de puntillas sobre el que descansaba” (p. 74). ¡El tapete!

¿Son estas horas de odio y privación apenas una muestra circunstancial de autocompasión? ¿O podrían ser una salida moralista al sentimiento de culpa del hombre oculto y, a fin de cuentas, salvado? La culpabilidad del superviviente –ese tema terrible de la literatura de la Shoah– asoma entre líneas en este relato que bien puede ser leído como una fantasía de muerte de alguien que, como el autor, ha sobrevivido a una persecución que le ha costado la vida a la mayoría de sus congéneres. El judío salvado comparte cierta falta de destino histórico con ese hombre muerto por causas “menores” y abandonado, con el pijama de otro, debajo de un banco, y de cuyo cadáver ni siquiera sabremos qué ha sido… Quienes fueron enterrados en las fosas de los campos tal vez fueran una masa inhumanizada e irreconocible, pero entrarían en la historia. Los “buenos patriotas” holandeses se metieron honrosamente en un lío peligroso y, a su manera, no fueron solo supervivientes sino salvadores. Quien se salvó del exterminio continúa, en cambio, preguntándose algo a lo que la historia no da cabida: es un superviviente, sí, pero… ¿de qué?

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