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El sindiós de la trascendencia

Jordi Costa

Creo que en el próximo número de Caimán. Cuadernos de Cine, que estará en los quioscos esta misma semana, se va a hablar de un singular caso de vida imitando al arte: la renuncia de Ratzinger anticipada por la excepcional Habemus Papam (2011) de Nanni Moretti. Recuerdo que, en el momento de su estreno, buena parte de la crítica le reprochó al cineasta haber sido demasiado amable con la cúpula de poder vaticano. El reproche es importante: habla de un presente en el que al sujeto ensotanado solo se le permite ser, en el imaginario cinematográfico, cura pederasta y depredador. Quizá fue por eso que Mystic River (2003) captó la benevolencia del respetable con mayor eficacia que, pongamos, la más que notable Elefante blanco (2012) de Pablo Trapero o la desafiante La duda(2008) de John Patrick Shanley, donde, sí, Philip Seymour Hoffman era (o podía ser) un párroco pederasta y depredador, aunque el marco narrativo envolvía la figura con sucesivas capas de ambigüedad que, en suma, eran toda una invitación a la complejidad: a aplicar una mirada compleja sobre una realidad (o una posibilidad) problemática.

En Habemus Papam, Moretti hizo algo admirable: no desarticular ni neutralizar al contrario, sino concederle una posición de igualdad para cuestionar el inmovilismo de la institución. La escena decisiva en la película tenía lugar cuando, en los pasillos de un hotel, el Papa reluctante encarnado por Michel Piccoli seguía a un actor fuera de sí que desgranaba a Chéjov en clave alucinada. Es cierto que Moretti convertía a los cardenales en secundarios tan infantilizados como los enanitos de la Blancanieves disneyana o como los ositos Ewok de El retorno del Jedi (1983), pero lo que se estaba debatiendo en Habemus Papam no era nada frívolo: la incapacidad para el cambio y la adaptación de algo que siempre habría tenido que estar en sintonía con lo humano, que, por naturaleza, no es monolítico, sino mudable. Lo que nadie podía prever –o, por lo menos, yo jamás hubiese podido hacerlo- es que alguien como Ratzinger, con el miedo que me ha dado desde la fumata blanca, se convirtiese en un eco real del humanísimo Papa a la carrera que encarnaba Piccoli en la película de Moretti.

Si, llegados a este punto del artículo, el lector se pregunta sobre la fe del articulista, no está de más que un servidor se destape. En cuestiones de fe, me siento como el agente Mulder: quiero creer, pero no lo consigo. Siempre me han enervado quienes se burlan del creyente apelando a la diosa Razón. Tampoco es que haya pensado demasiado sobre el asunto, pero la religión –cualquier creencia religiosa-, la filosofía y la física cuántica me parecen algunas de las más portentosas creaciones del espíritu humano: que un animal haya llegado a formularse esas preguntas me parece tan asombroso como que un ser omnipotente y barbado creara el universo en siete días.

Creamos o no, supongo que todos podríamos ponernos de acuerdo en que la representación de lo trascendente en el cine no es asunto precisamente frívolo. En Stalker (1979), Andrei Tarkovsky convertía los 160 minutos de ritualizado metraje en el preámbulo de la representación de un milagro. Un milagro ínfimo, discreto, pero purísimo: la hija del protagonista lograba mover, sin tocarlo –solo mirándolo- un vaso sobre una mesa. En The Mission, quinto episodio de la primera temporada de la serie Cuentos asombrosos, Steven Spielberg planteaba una situación límite aparentemente irresoluble: un piloto se quedaba atrapado en el vientre de un B-17. Si el avión conseguía aterrizar, al personaje solo podía aguardarle una muerte brutal. El desventurado era aspirante a dibujante de cómics y, en pleno clímax final, tenía la ocurrencia de dibujar en su cuaderno un par de ruedas disneyanas que, por arte de magia (o de fe), se materializaban bajo el avión (tal cual, Roger Rabbitt style), amortiguaban el aterrizaje forzoso y le salvaban la vida. He aquí, quizá, el milagro más chorra jamás visto en la Historia de la Narración Audiovisual, pero, también, un paradigma de cómo Hollywood ha acabado banalizando la representación de lo milagroso. Creamos o no, quizá nos podríamos poner de acuerdo en que, para representar un milagro, por lo menos hay que creer, de manera más o menos seria. He ahí la distancia entre Tarkovsky y Spielberg (que, supongo, creerá que cree de manera adecuada). He ahí el motivo de que me crea mucho más la resurrección que cierra Ordet (1955) de Dreyer que la que cierra Luz silenciosa (2007) de Carlos Reygadas. O el motivo que me lleva a ver más trascendencia en las emociones complejas que pasan por el rostro de una actriz en la escena de la orgía de Post Tenebras Lux (2012), también de Reygadas, que en la resurrección que le pone el punto y final a Luz silenciosa. En 1972, Paul Schrader escribió El estilo trascendental en el cine. Ozu, Bresson Dreyer, un texto fundamental para entender que la idea de la trascendencia en el cine no se puede abordar con ligereza. Resulta en especial fascinante el capítulo dedicado a Ozu, donde el telón de fondo cultural no es el cristianismo, sino el zen. En el cine del japonés, aparece uno de los discursos esenciales de un arte que (casi) nació con el siglo y que, inevitablemente, reflejó las neurosis derivadas de la inmersión del sujeto en la modernidad. Las películas de Ozu colocan esa tensión esencial en el marco general de una firme creencia en la unidad entre la naturaleza y lo humano. Es la vida urbana lo que rompe esa armonía y crea fracturas en la comunión entre padres e hijos, entre miembros de una misma familia. La mirada casi cartesiana y tendente a la abstracción y al vaciado de Ozu logra que lo trascendente se manifieste en lo cotidiano sin necesidad de forzar los límites de la razón. Al final de las películas de Ozu, la tierra permanece, mientras algo humano se ha perdido y quienes siguen ahí alcanzan la redención a través de una aceptación resignada, de la asunción de esa unidad esencial entre el hombre y lo natural.

Cuesta pensar en algún cineasta contemporáneo capaz de ampliar la lista de cineastas trascendentes que analizó un apasionado y joven Schrader. ¿Quizá Terrence Malick? El Óscar a Ang Lee como mejor director por La vida de Pi aporta un buen comentario sobre el lugar de lo trascendente en el cine que bendice la Academia: la trascendencia ha cedido el lugar a la cháchara New Age encarnada en trampantojos digitales que son la versión aparatosa de una refulgente postal kitsch. También hay simulacro místico, pretensiones sacando pechopalomo y bastante tontería en El atlas de las nubes de los Wachowski y Tom Tykwer, pero no está de más preguntarse en la exclusión de una película tan infectada de importancia de la carrera de los Óscar. ¿Quizá porque su tema fundamental es el carácter mudable, arbitrario y provisional de lo humano? El atlas de las nubes será un excéntrico fracaso, pero se formula como una apología de todo cambio (revolucionario), de toda superación de fronteras arbitrarias… Lo mismo que, en teoría, echaba de menos el Papa Piccoli en ese Vaticano del que se largaba poniendo pies en polvorosa. El discurso de La vida de Pi, en cuestiones de fe, es mucho menos problemático que el de El atlas de las nubes –y no digamos ya que el de la enfebrecida The Master-: la película de Lee, de la mano de la novela de Yann Martel, invita a creer porque sí, porque es más bonito que no creer. El problema está en que la idea de lo bonito que propone Ang Lee es tan grimosa como la de esos sagrados corazones tridimensionales que venden en los chinos.

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