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Schumpeter ganará la partida: llegan los emergentes. Pero, ¿resistiremos el impacto social?

Manel Manchón

Post publicado en el blog Keynes Lives in Barcelona.Keynes Lives in Barcelona

Era un señor que en Estados Unidos añoraba los viejos tiempos en Viena. No quiso aprender a conducir, no le gustaban los aviones y evitaba utilizar las fotocopiadoras, que las vio nacer, cuando era profesor en Harvard. Nació en 1883, en Triesch, en Moravia. Hoy forma parte de la República Checa, pero entonces era el Imperio Austrohúngaro. Y aquel señor, Joseph A. Schumpeter, resulta que ganará la partida. Para el autor de este blog cuesta admitirlo, porque Schumpeter renace ahora después haber sido ignorado durante mucho tiempo. Cuando falleció, en 1950, uno de sus máximos rivales, John Maynard Keynes, que preside este blog, era el gran referente de las políticas económicas, tras la II Guerra Mundial. Pero, al margen de las preferencias, aquel centroeuropeo, que siempre habló un inglés con un marcado acento alemán, marcará el futuro más inmediato de la humanidad. Y esa es una realidad incuestionable. Y sí, nos gusta mucho aquel centro cultural que fue Viena. Y Schumpeter y Keynes, además, deberán colaborar.

¿Por qué gana Schumpeter? Porque su visión del capitalismo ha resultado certera. Schumpeter situó la innovación en el centro de toda la actividad económica, y definió el capitalismo como un “vendaval perenne de destrucción creativa”. No le gustarían las fotocopiadoras en su vida diaria, pero sabía que formaban parte de un proceso imparable de transformación.

Y ese fenómeno no ha hecho otra cosa que acelerarse, con el riesgo de llevarse por delante una forma muy concreta de entender cómo debe funcionar una sociedad, principalmente la sociedad occidental que se materializó a mediados del siglo XX.

La importancia de Schumpeter es ahora enorme. Lawrence Summers, secretario del Tesoro con el presidente Bill Clinton y principal asesor de Barack Obama asegura que el economista vienés podría convertirse en el economista más importante del siglo XXI. Y lo será porque la transformación del sistema productivo, facilitado por las tecnologías de la información, supondrá cambios continuos, con innovaciones sin descanso, que destruirán puestos de trabajo para crear otros nuevos.

Todos esos cambios implicarán una adaptación del sector privado, y también del público, que deberá reducir costes, con el consiguiente desaguisado en las plantillas de las administraciones públicas. Los gobiernos se verán forzados a reducir todo el coste posible, porque los propios ciudadanos querrán saber qué se hace de su céntimo de euro, o de dólar, que paga en concepto de impuestos. Lo estamos experimentando ya en el conjunto de España y en Catalunya. Con un total de casi seis millones de parados, con un ajuste en el sector privado y, menor todavía, en el público.

Esa gran transformación implica un cambio en el equilibrio de poder. Porque la innovación llegará, principalmente, de los países emergentes, capaces de producir bienes y servicios a un menor coste, como el coche de 2.200 dólares de Tata o la nevera de 70 dólares de Godrej & Boyce’s.

Adrian Wooldridge, jefe de redacción de The Economist, y responsable de la columna Schumpeter, lo analiza en un capítulo magnífico del libro de prospectiva que ha editado el semanario británico: El mundo en 2050 (Gestión 2000, 2013). Wooldridge recuerda que durante el periodo entre 1956 y 1981, una media de veinticuatro compañías abandonaba cada año la lista Fortune 500. En el periodo entre 1982-2006, la cifra asciende a cuarenta. Es decir, el cambio es constante. No hay ni grandes empresas que puedan asegurar su futuro, ni individuos que puedan programar, sin grandes sobresaltos, una carrera profesional.

Una de las cuestiones que han creado una cierta polémica se centra en el grado de globalización realmente alcanzado. El analista de The Economist cita a Pankaj Ghemawar, profesor en el IESE, en Barcelona y Madrid, que ha tratado de resituar el proceso, recordando que todavía el sueño de una comunidad global no se ha producido. Apunta Ghemawar que la inversión extranjera directa representa tan sólo el 9% del total de la inversión fija y que el tráfico por Internet transnacional representa únicamente el 20% de todo el tráfico de Internet. Pero es que, como señala Wooldridge, la globalización está más cerca del inicio que del fin. Es decir, todavía no ha alcanzado la velocidad de crucero. Cisco asegura, por ejemplo, que su último router podrá descargar el contenido impreso completo de tres Bibliotecas del Congreso de Estados Unidos en un solo segundo. Y Google está experimentado con redes de superalta velocidad que podrán operar cien veces más rápido que la banda ancha ordinaria.

Se trata de una revolución de la que no podemos conocer sus consecuencias. Los especialistas hablan de la posibilidad de crear una gran red de artesanos, de personas, que, desde cualquier rincón del mundo, podrán servir productos y servicios. Una de las innovaciones será la impresión tridimensional, o “fabricación aditiva”. Wooldridge hace referencia a la empresa neozelandesa –un país lejos de todo el mundo—Ponoko, que, gracias a un software inteligente, es capaz de convertir en productos las ideas de sus clientes y hacérselos llegar estén donde estén.

Hay más. La llamada “Internet de las cosas” –las neveras realizarán pedidos de alimentos cuando comprueben que se consumen–; los robots personales para personas mayores y los “primos” de esos robots –que actuarán como secretarios electrónicos—protagonizarán una transformación nunca vista hasta ahora.

Los profesionales que manejan información, los especialistas que siguen las nuevas tendencias, las empresas que mantienen un cierto éxito, propagan una suerte de optimismo, porque se camina, consideran, hacia un mundo donde todo será posible, donde la emancipación humana será una realidad. Para la mayoría de las empresas, efectivamente, el gran problema de las próximas décadas será cómo innovar, de forma constante, con la misma rapidez que la competencia –ya conocemos el problema de RIM, el fabricante de Blackberry, o Nokia, frente a Apple o Samsung–, pero para el conjunto de los ciudadanos –principalmente los occidentales, los europeos, que han vivido de espaldas a la realidad de los emergentes, que llegan con una vitalidad enorme—el problema más grave será el de afrontar un impacto social y psicológico de todas las innovaciones que están en marcha.

Schumpeter va ganando la batalla. La destrucción creativa va a toda máquina. Muy rápido. Sin descanso. No habrá proyectos de vida a largo plazo. Sólo adaptaciones constantes. Pero, ¿y el que no pueda seguir el ritmo? ¿Qué papel le queda al poder político e institucional?

El columnista de The Economist, un semanario que se ha adaptado a los tiempos desde su nacimiento en 1843, –ofrece servicios adicionales en su versión digital sin abandonar todavía el papel—acaba glosando los beneficios de esta gran transformación:

“En 2050, habrá más gente que nunca que tendrá acceso a medias de seda (recuerda una observación clásica de Schumpeter) en forma de tabletas electrónicas capaces de proporcionar todos los libros del mundo con sólo tocar la pantalla, fármacos milagrosos capaces de controlar las enfermedades mortales actuales y un surtido de maravillas tecnológicas que ni siquiera se nos pasan hoy en día por la cabeza. Las tormentas de destrucción creativa nos empujan hacia un lugar mejor”.

¿Seguro? El poder político está desconectado de esta realidad. Y ese es, tal vez, el mayor peligro, porque ni proyecta, ni planifica, ni prepara a la ciudadanía. Y la ola gigantesca, en forma de innovación, con el rostro del viejo profesor vienés, está a punto de llegar.

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