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¿Cuánta democracia cabe en las redes?

twitter revolution

Máriam Martínez-Bascuñán

El vertiginoso crecimiento de los dominios digitales comienza a plantear cuestiones muy relevantes en torno a la relación entre internet y democracia. En pocos años se ha producido una extensa bibliografía sobre ello. Esto por sí solo ya muestra la dimensión del fenómeno al que nos enfrentamos: con toda seguridad un cambio radical de paradigma, sin que aún no seamos del todo capaces de calibrar.

Sabemos, por ejemplo, que a partir de la revolución digital la soberanía de los estados no depende ya tanto del territorio como de la autonomía tecnológica. Algo que China y Estados Unidos en seguida entendieron muy bien. Hablamos de la idea de vigilancia y de los límites a la libertad en la era del Big Data, del concepto de deliberación y participación en tiempos de Twitter, de la noción de fronteras nacionales cuando éstas se encuentran en aeropuertos o en bases de datos que ni siquiera están “dentro” del país en cuestión. Nos referimos a la difuminación de los límites de lo público y lo privado en un momento en el que la exposición pública de lo privado es ya casi una virtud pública. Y esto por citar sólo algunos ejemplos.

Toda esta revolución suscita muchas preguntas para la Ciencia Política por numerosas razones, pero sobre todo, porque la cuestión sobre internet, como señala Castells, es inseparable de la cuestión sobre el poder. Y el poder es el objeto de estudio por excelencia de la Ciencia Política, encargada de analizar su naturaleza, su distribución y sus manifestaciones. Precisamente por la Ciencia Política, ya podemos afirmar que internet es un instrumento que empodera o que nos despoja de poder, como bien señalan algunos teóricos del Big Data. Esta situación tan ambivalente hace que los interrogantes en torno a la revolución tecnológica lo sean también: ¿Ha contribuido internet a la eliminación de estructuras de poder y por tanto a una mayor democratización de la sociedad? ¿La libre circulación de información tiene un efecto democratizador, o por el contrario fluye en un espacio que ya está estructurado y organizado en términos de poder? ¿Esa proliferación de información contribuye a aumentar el grado de transparencia de nuestras sociedades, o en realidad sirve para “ocultar información a plena vista”?

Es obvio que todas estas preguntas ponen de manifiesto que las nuevas tecnologías han transformado el mapa del pensamiento contemporáneo. Esto quiere decir que pocas cuestiones sobre los sistemas democráticos pueden pensarse ya al margen de esa revolución tecnológica, porque apuntan al corazón mismo de los sistemas democráticos. Por ejemplo, qué impacto ha tenido el uso de ciertas redes sociales sobre la llamada crisis de la representación, o sobre la formación de la opinión pública y la posible fragmentación del espacio de “lo común”. La cuestión es de suma importancia, pues al menos desde Habermas sabemos también que la opinión pública tiene un valor normativo para nuestras democracias, porque pone voz a los problemas de la sociedad, los discute, los procesa, y finalmente los lleva a influenciar la formación de la autoridad de la ley y de las políticas públicas.

Identificar las posiciones de debate o la visibilidad de ciertas protestas o demandas en pugna dentro de la esfera pública es decidir qué se considera como esfera pública de debate y que no se considera así. Por eso la opinión pública plural se vincula con la calidad de la democracia. Pero, ¿podríamos afirmar que las nuevas redes sociales han profundizado en ese pluralismo?

Parece que aún no ha transcurrido el tiempo suficiente como para hacer un juicio de esa envergadura. Sin embargo, es posible identificar algunas tendencias sobre las que es necesario llamar la atención.

Ya sabemos por ejemplo, que Twitter comienza a ser un instrumento que conforma la opinión de las mayorías. Que ejerce “fuerza pública”, a pesar de que el perfil del usuario (al menos en España) está fuertemente sesgado por características específicas de edad, condición social, ubicación territorial e incluso género. Sin embargo, ya hay estudios empíricos que muestran que el impacto de Twitter como recurso de comunicación política se mantiene en un grado elevado y representa una creciente tendencia de promoción de la opinión pública. A pesar de eso, Twitter es un instrumento que no conduce a la reflexión, sino a la movilización, y que la fuerza de su impacto a través de los trending topics, por ejemplo, puede tener un efecto tiránico de presión inquisitorial sobre el conjunto de la sociedad.

¿Estaríamos pues ante una nueva manifestación del fenómeno de “la dictadura de la mayoría” tal y como la analizaron algunos clásicos como Tocqueville cuando trataban de entender el surgimiento de los sistemas democráticos? Ya hay indicios suficientes como para pensar que la inmediatez y la simplicidad en los formatos comunicativos de Twitter estarían facilitando la construcción de ese “efecto rebaño” en la formación de las opiniones cuando algún tema salta a la arena cibernética. En ese sentido, determinados usos de la herramienta Twitter podrían ejercer un efecto de violencia intelectual que abriría las puertas a una nueva forma de censura o al surgimiento de opiniones disconformes en mitad de las ya estudiadas “shitstorms”.

La shitstorm es un fenómeno genuino de las nuevas formas de comunicación digital, que en nada favorece al enriquecimiento del debate público. Por el contrario, generan paulatinamente la pérdida de respeto de esos diálogos digitales, al tiempo que producen la transformación de un espacio público de respeto, hacia otro espacio público del escándalo. Esa esfera pública del escándalo acentúa lo que Vallespín, siguiendo a Adorno, denomina como el fenómeno del “narcisismo de la opinión”. Esto ocurre cuando la opinión individual se toma como si fuera una cosa o un atributo que va adosado a la propia personalidad. Considerar que la opinión es un atributo personal que conforma tu identidad de la misma manera que la conforma tu cuenta de Twitter, provoca que si otra opinión se confronta con la tuya, esto sea percibido como un daño personal que pone en juego tu propia identidad. De esta manera, la opinión no es un instrumento con el que debatir o interpretar la realidad, sino que ésta deviene en algo que va adosado a nuestro perfil, a esa imagen que tú proyectas y “exhibes” en ese espacio público cibernético. Es entonces cuando el juego dialéctico de Twitter abandona el terreno del entendimiento para entrar en el de la competición.

¿Qué efectos acabará teniendo todo esto, desde un punto de vista normativo sobre la esfera pública? ¿La supuesta democratización de las opiniones ha evaporado el filtro para discernir sobre aquellas que pueden tener relevancia o validez en términos de razonabilidad o legitimidad? ¿O por el contrario hemos entrado en un mercado de las opiniones en competición dónde acabarían imponiéndose aquellas más emocionales, o aquellas cuya formulación estratégica tiene más impacto porque algunos internautas controlan mejor que otros los formatos y técnicas específicas de las redes al uso? Si fuera así, ¿cuánta democracia cabe en las redes?

Con independencia de que conozcamos o no la respuesta, mucho nos conviene no perder de vista esta cuestión. Especialmente para tener claro que el hecho de reconocer el valor y el potencial de las redes, no puede implicar privilegiarlas o presentarlas como modelo alternativo de las relaciones democráticas de toda una sociedad.

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