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Fútbol y violencia: están ahí

Jimmy

Manuel González Ramallal

Lo sucedido el pasado domingo en el entorno del Vicente Calderón ha copado las primeras planas de diarios e informativos, más por sus trágicas consecuencias que por la existencia de un fenómeno que no resulta tan poco frecuente como pudiera parecer a simple vista. Criminalizar a la víctima es el primer paso para eludir responsabilidades y no afrontar cara a cara el problema social de la violencia en el fútbol.

La conocida como “Tragedia de Heysel” (1985) supuso un punto de no retorno a un forma de entender el fútbol como un campo de batalla entre hinchadas rivales. Con las víctimas sobre la mesa comenzaron a adoptarse medidas a nivel europeo para prevenir y erradicar la violencia y los desórdenes de espectadores en los partidos de fútbol. En Inglaterra, aunque con responsabilidad directa de la policía en las muertes ocurridas, se aprovechó la “Tragedia de Hillsborough” (1989) para implementar con dureza y de manera indiscriminada la Football Spectators Act durante los últimos coletazos del thatcherismo. En España, salvo casos aislados que derivaron en asesinato como el de Frédéric Rouquier (1991) o el del recordado Aitor Zabaleta (1998), el problema de la violencia en el fútbol no ha sido tan grave como en otros lugares de Europa. Sin embargo, a partir de la década de los ochenta y durante los noventa, los grupos de hinchas radicales comienzan a tener un protagonismo hasta entonces desconocido en nuestro fútbol y se configuran como una subcultura juvenil muy visible dado el acusado impacto mediático que tiene el fútbol. Muchos de estos grupos de hinchas han ocupado importantes espacios de poder en el ámbito de los clubes, siendo en muchos casos apadrinados por sus dirigentes y defendidos o excusados cuando tocaba porque son los que le dan color y animación a la grada. Desde entonces los ultras siempre han estado ahí, manifestándose en la grada y, la mayor parte de las veces, fuera de ella, conformándose como auténticos grupos de presión y amenaza al disidente.

Con la legislación y la organización para evitar la violencia en el deporte parecía que en España se había erradicado el problema de la violencia en el fútbol. Y, al menos dentro de las gradas, parece que algunas de esas medidas organizativas, preventivas y represivas han tenido su efecto, pero nada más lejos de la realidad. Podemos afirmar que lo que se ha producido es un desplazamiento de la violencia desde dentro de los estadios al exterior de los mismos y a las carreteras, bares y gasolineras por las que cada domingo transitan los grupos ultras, quienes amparados en discursos pseudopolíticos muy básicos y emotivos, justifican acciones violentas, al tiempo que refuerzan su identidad como grupo cometiendo actividades delictivas.

Son grupos informales que además suelen ser bastante heterogéneos y fragmentados en diferentes secciones, en las cuáles se integran personas de muy diferente procedencia social. Incluso uno de los patrones sobre los cuáles se tenía un mayor grado de conocimiento y acuerdo al establecer el perfil sociológico del hincha radical, como era el hecho de ser varones y jóvenes, parece estar cambiando al integrarse en ellos un número creciente de mujeres y alargarse la edad de pertenencia a esta suerte de familias alternativas que constituyen un modo alternativo de vida, en el cual algunos de sus miembros encuentran un poder y un prestigio que la sociedad les niega en otros ámbitos. La violencia en el fútbol no ha desparecido. Los ultras están ahí y a juzgar por las edades de los detenidos, nunca se fueron. Desaparecer del centro del escenario, de las portadas de los diarios, no implica que de vez en cuando vuelvan a ocupar ese espacio si de un asesinato se trata.

La primera medida para resolver el problema de la violencia en el fútbol no es precisamente salir huyendo a las primeras de cambio como sucedió una vez conocida la muerte de Jimmy, donde nadie (dirigentes de los clubes, LFP, RFEF, árbitros, jugadores, periodistas, fuerzas de seguridad) parecía responsabilizarse del asunto y se repetía machaconamente que NO se trataba de un problema relacionado con el fútbol. Si realmente se pretende encontrar soluciones, habrá que reconocer que la violencia, además de un problema social es un grave problema asociado a nuestro fútbol. Me temo que no habrá una reflexión pausada sobre este asunto que involucre a todos los actores protagonistas (¡a los aficionados también!) y se adoptarán medidas precipitadas que aplaquen la alarma social generada. Acabarán pagando las culpas una gran mayoría de aficionados por los hechos cometidos por una minoría de ultras que no los representan y de los que se avergüenzan. Al tiempo.

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