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De casta le viene al político

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Carol Galais

A Podemos se le está echando en cara muchas cosas, especialmente ahora al materializar cinco eurodiputados. Algunas de esas críticas son comprensibles –tema Pablemos-, otras discutibles –tema Cuba/Venezuela-. Entre estas últimas, una hace referencia a su retórica, y más particularmente al uso de la palabra “casta” para referirse a los políticos. Parece que a muchos este término les evoca el discurso de los populismos tradicionales y nuevos –como el de Beppe Grillo- y reclaman a Podemos que deje de utilizarlo.

Pero es que lo mismo los políticos españoles tienen rasgos de casta. No voy a argumentarlo mencionando sus privilegios o sus mecanismos de reclutamiento. Tampoco me extenderé sobre el hecho de que España fue, durante los años 2000, el país de la UE12 en que mayor era la diferencia entre el salario de la población y el de los afiliados a los partidos políticos. Me voy a referir solamente a la primera acepción de la palabra “casta” según la RAE, como “ascendencia o linaje”. ¿Existe un linaje o linajes políticos en España?

El estudio CIS 2827 llevado a cabo por el grupo Democracia y Autonomías, Sociedad y Política (U. Pablo de Olavide) revela que el 47% del total de los parlamentarios españoles entre 2009 y 2011 (Senado, Congreso y parlamentos autonómicos) tenían o habían tenido algún familiar cercano que se dedicaba a la política. Casi la mitad de nuestros parlamentarios tienen antecedentes familiares en política. Aunque a priori pueda parecer mucho, es un porcentaje algo inferior a los dos tercios de los diputados canadienses que en los años sesenta venían de familias en las que ya había habido algún político. También un 60% de los candidatos flamencos a las elecciones federales de 2003 y 2007 tenían padres afiliados a partidos o que incluso habían ocupado cargos políticos.

Sin embargo, la proporción de congresistas estadounidenses con parientes también congresistas en los 60 era de sólo un 5%, y algo más del doble si ampliamos a cualquier tipo de actividad política. Asimismo, entre los mil trescientos y pico líderes políticos mexicanos más prominentes entre 1935 y 1980 sólo el 30% tenía antecedentes políticos en la familia.

La conclusión sería que no tenemos un nivel alarmante de endogamia en la política comparado con otros casos, pero los números toman otro cariz si tenemos en cuenta que España es uno de los países en que más ha aumentado la proporción con respecto al electorado de afiliados a partidos desde los años 80. ¿Es que las probabilidades de obtener un puesto privilegiado en una lista -y por tanto un escaño- son mucho mejores si uno tiene un apellido ilustre?

Por otra parte, cuando se preguntó a los encuestados sobre si alguien en su familia se ha dedicado a “la política”, se ha de tener en cuenta que éste es un concepto muy amplio. Tal vez sus señorías se estaban refiriendo a familiares que han militado en asociaciones de vecinos, sindicatos… Bueno, esto sólo es así para los parlamentarios de IU, entre los que encontramos una mayor propensión (17%) que en el resto de partidos (4%) a tener familiares activistas en organizaciones sociales y similares –todo lo contrario, por cierto, que entre los parlamentarios del PP, donde esto sólo ocurre en un 1,6% de los casos-.

Por el contrario (ver tabla 1), casi la mitad de los diputados que afirman tener un familiar cercano en política (23% del total) manifiestan que dicho familiar es o fue alcalde o concejal. El 4% de los diputados sondeados son familia de afiliados de base a un partido, y un 3% refieren estar emparentado con diputados o senadores. Por partidos o sexo de los parlamentarios no encontramos grandes diferencias, aunque sí parece que los parlamentarios andaluces presentan una menor tendencia que el resto a provenir de familias con antecedentes políticos (37%).

¿Cuánto de cercanos son estos parientes? Mucho. El 46% de los que dicen tener familiares en política (21% del total) tienen en mente a alguien en primera línea de consanguinidad. En cuanto al período en que llevaron a cabo su labor de representación política, la mayor parte de los familiares de nuestros parlamentarios ejercieron ya en democracia (46%), aunque proporciones nada desdeñables realizaron su vocación de servicio público durante el Franquismo o la República (22% y 16%, respectivamente, de entre aquellos que dicen tener familiares políticos; ver Tabla 2). No lo dirían nunca: los diputados del PP son los más propensos a admitir que sus ancestros “políticos” ejercieron durante el Franquismo –aunque las diferencias no son estadísticamente significativas respecto a los otros grupos-, y los del PSOE, los que más refieren tener antepasados que desempeñaron su labor durante la II República.

La impresión general es que existen dinámicas y tradiciones familiares que podrían allanar el camino para dedicarse a la política, aunque no sabemos si hasta el punto de que conformen dinastías. Efectivamente, no es descabellado hablar de dinastías políticas, el fenómeno ha sido estudiado en Ciencia Política. Los teóricos elitistas de esto sabían mucho. Mosca ya postuló que toda clase tiende a volverse hereditaria, de facto si no es por ley. Y todos tenemos en mente a los Bush y los Kennedy en Estados Unidos, a la familia Gandhi en la India o a la familia Aquino, en Filipinas. A los Le Pen. A los Fujimori.

Alguien pensará que no es tan grave venir de una familia en que hay más de un político. Que es algo que puede pasar. Efectivamente. De hecho, pasa muy a menudo, como en las elecciones al parlamento europeo de 2009, en que la hija de Manuel Fraga, el hermano de Ana Mato o el cuñado de Rajoy obtuvieron sus escaños. ¿Quién va a negar que en los hogares de los Pujol, Maragall, Fabra o Cabanillas se transmitió un genuino interés por la cosa pública?

El problema es que la línea que separa una socialización política familiar muy activa, la endogamia y el nepotismo es muy fina; por no decir que lo último podría ser en parte una perversión de lo primero. Además, cuanto más densas sean las redes sociales y familiares entre las élites de un país, más se desconectan éstas de las bases a quien dicen representar. Más refractarias serán al cambio, y más se aferrarán al statu quo, reaccionando a la idea de unas primarias de verdad como a un discurso socialista utópico. No digamos ya a una propuesta de cambio en el sistema electoral, por ejemplo introduciendo alguna variante de listas desbloqueadas que permitan evitar hijísimos, cuñadísimos o imputados.

El tan ibérico “de casta le viene al galgo” puede explicar una parte del corporativismo de nuestros representantes –adelante con esa ley orgánica y luego nos ponemos a regular Twitter- opuesto a la competencia política y a la democracia misma. ¿En qué momento se acaba este Silmarillion? En el momento en que los plebeyos asuman responsabilidades políticas y regeneren el panorama actual. En eso están algunos.

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