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La financiación pública de los partidos y la renuncia de los ciudadanos

Juan Rodríguez Teruel

Como ya hemos comentado en otros posts anteriores, lo relevante en la economía de los partidos españoles es más bien el absoluto predominio de las financiación pública, no tanto la corrupción que pueda generar. Esta no es estrictamente, en la mayoría de casos, una consecuencia de cómo se financian los partidos. Los corruptos pueden verse incentivados por cómo regulamos esta cuestión, pero estoy seguro de que también sabrán ‘adaptarse’ a cualquier regla. Sin embargo, el debate ciudadano, después de cuarenta años de democracia, se resiste a reconocer y afrontar las posibles consecuencias, a veces perversas, que se derivan de una democracia donde los partidos han pasado a financiarse completamente del presupuesto público, mientras los ciudadanos les dan la espalda.

El principio de financiación pública para las campañas electorales y el funcionamiento ordinario de los partidos se estableció desde el primer momento en la Transición. Además, a partir 1987, la financiación privada quedó muy limitada (con algunas excepciones, como el agujero de la financiación anónima). Desde entonces, ha habido diversas reformas de la normativa que regula la financiación de los partidos, siempre con el argumento principal de la equidad política, la contención del gasto y, aunque en menor grado y sólo recientemente, la lucha contra la corrupción.

No obstante, a pesar de escudarse en el objetivo de reducir el gasto público dedicado a los partidos, el resultado sigue siendo que en España los partidos dependen esencialmente, y sin distinciones ideológicas, de la financiación pública (ver gráfico 1). Por el contrario, el peso de la financiación propia y de la privada es muy limitado. Lo que no quiere decir insignificante.

Este es uno de los factores que probablemente más condiciona la estructura de incentivos para que los partidos se transformen, se abran a la sociedad o se sometan a sus bases. Y sin cambiar ese punto, difícilmente podemos esperar una transformación de otros aspectos. Resulta demasiado contradictorio que los ciudadanos exijan más voz y representatividad a los partidos y a la vez se alejen de ellos y no contribuyan al coste de su funcionamiento.

El alejamiento entre ciudadanos y partidos parece ir paralelo a la conversión de estos en ‘agencias de utilidad pública’. Desde que podemos contabilizar los datos, de forma aproximada, la financiación pública no ha hecho más que aumentar, con pocas excepciones, a pesar de las llamadas de los propios partidos a contener el gasto. Como se ve en la Tabla 2, la aportación del Estado no ha dejado de incrementarse (a precios constantes). Sin ir más lejos, resulta especialmente llamativo que el acuerdo de 2007 para eliminar las subvenciones anónimas se saldó con un incremento importante de las aportaciones públicas. Todavía es pronto para evaluar el resultado de la última reforma de 2012.

Por otro lado, hay un elemento que apenas se ha tenido en cuenta en el debate político y académico: el uso de las instituciones autonómicas y locales para sostener la abundante financiación pública de los partidos. Aunque en ocasiones se ha tratado de afirmar que el gasto público se está conteniendo, debido a una moderación a la baja de las aportaciones de las instituciones centrales (lo que permite a los partidos argumentar que sus reformas están limitando el gasto electoral, etc.), la realidad es que esa contención se ha visto compensada con creces con el incremente vertiginoso del dinero público que reciben de las instituciones subestatales. La Tabla 2 muestra cómo el descenso de las aportaciones de la Administración central se están viendo substituidas por las que provienen de las instituciones autonómicas y locales. Como consecuencia de ello, desde 2000, los partidos ya reciben más dinero de las instituciones subestatales que de las instituciones centrales.

Esto nos señala otra debilidad de los partidos, relacionada con la financiación: el reforzamiento de las elites territoriales, que controlan las fuentes de financiación en ascenso. Creo que se ha llamado poco la atención a este fenómeno y a sus consecuencias.

Suele justificarse esta enorme ‘inversión pública’ en los partidos por los principios de equidad en la competencia y de limitación al dinero interesado (el privado). No obstante, hay que recordar que, mientras se daba esta dependencia del dinero público, Bárcenas & co no dejaban de buscar más aportaciones y de distribuir sobres a gogó. Como sugeríamos al principio, la realidad nos ha enseñado que una cosa no evita la otra.

Debemos tener en cuenta esta realidad cuando hablemos de la democracia internas en los partidos. Todo esto tendrá implicaciones para las primarias. Algunos estudios en curso, a nivel comparado europeo, ya alertan de que la celebración de las primarias en muchos partidos de estructura tradicional les está generando nuevos problemas de financiación, lo que les lleva al dilema: o más financiación pública o entrada masiva de dinero privado, oficial u oficiosamente. Este dilema llegará a España en cuanto empiecen a celebrarse primarias en serio y con continuidad.

Alguna vez he oído argumentar, con eficacia, cómo la protección del Estado a la Iglesia católica en España (a través de una jugosa financiación pública) le ha dado muy pocos incentivos a esta para adaptarse a los cambios de la sociedad, como sí ha sucedido en otros países. Creo que se da una situación parecida en los partidos políticos españoles (y en otros países): cuando el recurso de los partidos a la financiación pública se convierte en la forma de substituir la pérdida de apoyos sociales, simplemente estamos tapando el problema de fondo. Democracia con partidos débiles y con ciudadanos ausentes.

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