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La independencia de Escocia en Europa

Salmond presenta el Libro Blanco de la independencia de Escocia

Luis Moreno Fernández

  • Según Luis Moreno, la celebración el 14 de septiembre de 2014 del referéndum sobre la independencia en Escocia ofrece una oportunidad para cumplir con los dos principios europeos de la subsidiariedad territorial y la rendición de cuentas democrática. Y sus consecuencias pueden indicar el rumbo y el tono en la institucionalización del 'animal político' europeo

Tras la decepción del referéndum sobre la devolution en 1979, los nacionalistas escoceses ligaron el futuro político de Escocia a la formación de un Estado soberano. “Nada que no sea la independencia” (Independence, nothing less) era la demanda formulada contra los Gobiernos ‘sin mandato’ británicos, los cuales carecían de apoyo electoral en la nación caledónica. Thatcher interpretó los resultados de la consulta como un fracaso de la descentralización o, en expresión inglesa, como si fuese un ‘pato muerto’ (dead duck) al que había que enterrar sin mayores pompas fúnebres.

En los años ochenta, el predicamento nacionalista varió significativamente al aceptarse un mayor grado de gradualismo en la consecución del autogobierno. El nuevo enfoque cosmopolita se sintetizó en el eslogan del nacionalista Scottish National Party, ‘Independencia en Europa’.

El logro del ‘sueño noruego’, con el que se hacía referencia al caso de su vecino escandinavo de similares características socioeconómicas y que podía mantener un generoso Estado de bienestar universalista con las ganancias del petróleo del Mar del Norte, dio paso a la idea de participar activamente en la construcción de la unidad de Europa. Al tiempo se reiteraba la aspiración a la independencia en la gestión de los asuntos escoceses.

La unión política en el Viejo Continente no podrá seguir el modelo estadounidense de federalismo centralizado. Pese a la insistencia normativa de la escuela de pensamiento neofuncionalista, el establecimiento de unos Estados Unidos de Europa es altamente improbable. También lo es que la Europa continental (sin las islas británicas) siga la prescripción sugerida por Winston Churchill en su famoso discurso pronunciado en Zúrich en 1946.

Según tales propuestas, en la nueva configuración de la política mundial tras la Segunda Guerra Mundial debería haber una Federación Europea junto a las otras grandes superpotencias; a saber, los poderosos EEUU (mighty America), Rusia y el imperio Británico (con Escocia dentro de él). Se comenzará a vislumbrar la plausibilidad de tal composición de poder internacional tras la celebración en 2015 del referéndum británico sobre Europa, tal y como han prometido los herederos de la visión de Churchill en el presente ejecutivo británico.

Los acontecimientos de los últimos lustros, y en particular las repercusiones del crash financiero de 2007, han evidenciado las limitaciones del moderno Estado-nación como actor ‘soberano’ en la economía global. Los modelos de ‘ordeno-y-mando’ característicos de la democracia mayoritaria británica y del difusionismo jerarquizado del jacobinismo francés se encuentran en reflujo terminal.

Los procesos de redimensionamiento sintonizan con el principio de subsidiaridad territorial, el cual establece que el nivel preferido para la toma de decisiones políticas sea aquel más cercano al ciudadano. En otras palabras, el propósito de la subsidiariedad es el de limitar el poder de las autoridades centrales auspiciando los criterios de proximidad y proporcionalidad. La subsidiariedad reclama la provisión de marcos jurídicos protectores de las prerrogativas y jurisdicción de cada ámbito de administración. Incentiva asimismo la coordinación, a fin de gestionar las crecientes interdependencias entre las instituciones de Gobierno en la Europa multinivel.

La subsidiariedad territorial va de la mano del segundo principio guía de la europeización: la rendición de cuentas democrática. No cabe un desarrollo ulterior de la política europea si las decisiones se toman a espaldas de los ciudadanos, como a menudo ocurre en los Estados miembros de la UE. La participación democrática y la implicación ciudadana en los asuntos de la res publica es quintaesencial en la preservación del modelo social europeo, si tal modelo puede preservarse frente al empuje de la individualización remercantilizadora estadounidense o los sistemas de neoesclavismo asiático para el crecimiento económico.

La celebración el 14 de septiembre de 2014 del referéndum sobre la independencia en Escocia ofrece una oportunidad para cumplir con los dos principios europeos de la subsidiaridad territorial y la rendición de cuentas democrática. El acuerdo entre los ejecutivos de Londres y Edimburgo para la celebración de la consulta ya constituyó un hito en la puesta en práctica de aquellos principios. Resulta en cierto modo paradójico que tal acuerdo fuese alcanzado en un Estado euroescéptico al que los politólogos caracterizan como exponente de la política de confrontación (adversarial politics). Pero sus consecuencias pueden indicar el rumbo y el tono en la institucionalización del ‘animal político’ europeo.

En términos relativos, Escocia es el país que más inventores ha visto nacer en la modernidad. En cualquier escenario futuro, tras la celebración del referéndum, los electores escoceses también serán reconocidos como innovadores políticos. Los efectos serían de gran alcance si una mayoría de ellos –o un porcentaje próximo a ella– decidiese votar por la independencia de Escocia en Europa.

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