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¿Derechos de segunda?

Derechos sociales, económicos y culturales

Aïda Guillén Lanzarote

Si saliésemos a la calle a preguntar qué derechos consideran los ciudadanos y ciudadanas que son fundamentales, muy probablemente encontraríamos en esa lista el derecho a la educación, a la sanidad, a la alimentación, al trabajo o a la vivienda. Y, sintiéndolo mucho, deberíamos explicar a esos ciudadanos y ciudadanas que de esa lista, solo el derecho a la educación está recogido como derecho fundamental en nuestra Constitución.

El carácter de fundamental lo otorga la carta magna a aquellos derechos que gozan de un grado superior de protección. En la práctica quiere decir que serán atendidos por la justicia ordinaria utilizando un recurso preferente y sumario y que se puede interponer recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. El derecho a la salud, por ejemplo, sólo consta en la Constitución como un principio rector de la vida económica y social.

La pregunta es entonces, ¿por qué decidió el poder constituyente otorgar este plus de protección a unos derechos y a otros no? ¿cuáles fueron los criterios que se siguieron? O, mejor, ¿por qué no se protegen todos los derechos por igual?

La respuesta, desde una aproximación desde el derecho internacional, nos retrotrae, necesariamente, al año 1948 que marca el inicio del proceso de internacionalización de los derechos humanos con la adopción de la Declaración Universal de Derechos Humanos, como una resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial y tras constatar que era necesario proteger a la ciudadanía de los abusos y desmanes de sus propios estados, la protección de la misma pasó a ser un asunto de interés internacional.

Sin embargo, el final de la guerra no sólo trajo consensos sino también grandes disensos, y pronto se vieron reflejadas las divergencias entre los aliados en la concepción de qué significa proteger los derechos de su propia ciudadanía.

De esta manera, los países occidentales de corte liberal, tenían en su propio ADN la concepción de los denominados derechos civiles y políticos, aquellos basados en el principio de libertad, como los más esenciales. Hablamos de derecho a la vida, a la integridad física y moral y las garantías frente a las detenciones arbitrarias, derechos del ámbito de la privacidad, libertad de conciencia y religión entre otros, a los que se suman los derechos que hacen posible la participación y el desarrollo de un estado democrático: libertades de expresión e información, de asociación y manifestación y, claro está, el derecho de voto.

Fueron estos derechos los que constituyeron los elementos de consenso mínimos entre los estados que buscaban la consolidación de las democracias liberales frente al modelo soviético. Este, por otro lado, antepuso los derechos basados en el principio de igualdad y, por tanto, daba preeminencia a la consecución de las condiciones mínimas e iguales de subsistencia (salud, trabajo, educación…), aquellas que configuran los conocidos como derechos económicos, sociales y culturales (DESC).

Esto condujo a que en el seno de Naciones Unidas, organización internacional global donde se encontraban todos estos estados representados, se adoptaran en el año 1966 dos tratados internacionales de protección de los derechos humanos diferentes, los conocidos Pactos, uno para los derechos civiles y políticos, y otro para los DESC.

Y esta diferencia primigenia, de razones históricas, es la que venimos arrastrando y sufriendo desde entonces. En nuestros estados y sociedades occidentales, las libertades públicas y los derechos políticos se protegen más y están mejor consolidados legislativamente, y por tanto tienen más tradición constitucional. Al menos, hasta ahora.

Sin embargo, son muchas otras las razones que se esgrimen para justificar el hecho de que los DESC no estén recogidos como derechos fundamentales en nuestra Constitución. Intentaremos rebatir algunos de estos argumentos.

Por un lado se esgrime que los DESC son derechos de comportamiento, que sólo obligan al estado a intentar hacer lo máximo posible para realizarlos, pero que, en cambio, los derechos civiles y políticos son de resultado, obligan al Estado a conseguirlos, sí o sí. Esta diferencia es meramente política, no jurídica. Cambiar las obligaciones de “fomentar” o “promover”, por las de “garantizar” o “defender”, únicamente requiere un esfuerzo por parte del legislador, no conlleva ninguna dificultad jurídica. Por ejemplo, reconocer el derecho a la vivienda como derecho fundamental no significa que el Estado deba proveer directamente a cada ciudadano o ciudadana de un techo, pero sí que antepondrá ese derecho a otros, como el derecho a la propiedad o la protección de los intereses bancarios.

Por otro lado se argumenta que los derechos sociales son abstractos y poco concretos, que el derecho al trabajo, por ejemplo, necesita de una concreción por lo que respecta a las obligaciones positivas del Estado. En cambio, se dice, los derechos civiles y políticos son mucho más claros, el derecho a la reunión todo el mundo entiende a qué se refiere y el papel del Estado es inequívoco. Sin embargo, de nuevo, la supuesta falta de concreción de los DESC solo denota una falta de interés por parte del legislador en acotar exactamente cuáles deben de ser las obligaciones que acompañan a cada derecho. Es necesario legislar cada derecho, no la temática (el trabajo está muy regulado, constantemente, de hecho), para determinar claramente los titulares y las obligaciones estatales, pero no es un problema específico de los DESC.

Por último, otra de las razones que se utilizan más habitualmente para colocar los DESC en un plano secundario respecto de los civiles y políticos es su carácter prestacional y por tanto pecuniario. Para entendernos, que cuestan dinero y son caros. Garantizar el derecho a la participación política y por tanto la celebración de elecciones periódicas, en diversos niveles administrativos además, no cuesta dinero, cuesta mucho dinero. Garantizar el derecho a un recurso judicial efectivo y por tanto establecer y mantener un sistema judicial operativo no cuesta mucho dinero, cuesta muchísimo dinero. Y estos son solo dos ejemplos de derechos civiles y políticos clásicos, de los más fundamentales.

Por tanto, de nuevo, mantener los derechos económicos, sociales y culturales como derechos de segunda categoría en nuestra constitución y en nuestro sistema legal, es una decisión política, no jurídica. No existe ninguna diferencia jurídicamente insalvable entre estos dos tipos de derechos, y así lo ha reiterado en diversas ocasiones el mismo Comité de derechos económicos, sociales y culturales de las Naciones Unidas (Observación General nº 9, por ejemplo).

Para concluir, resulta también necesario argumentar la necesidad de dotar de fundamentalidad, y por tanto de mecanismos efectivos de justiciabilidad, a los DESC, puesto que son estos los que configuran nuestro estado del bienestar. Un marco constitucional más garantista permitiría afianzar las políticas sociales, demasiado expuestas en estos momentos a las reformas, ajustes o, directamente, recortes. Si entendemos el “gasto social” como inversión, inversión en futuro, inversión en cohesión, la reforma constitucional en este sentido resulta perentoria.

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