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¿Es Reino Unido el 'Titanic' del siglo XXI?
Blindados por su triunfo en el referéndum de junio del año pasado; agarrados a la buena marcha de la economía británica, que ha desafiado todos los augurios de colapso si ganaba el Brexit; espoleados por la llegada del populismo de Donald Trump a la Casa Blanca y con el camino despejado en casa por la ausencia de oposición política y por el mutismo casi unánime de quienes defendían el vínculo británico con la UE, los partidarios del Brexit se han convertido en fuerza hegemónica en el Reino Unido y parecen llevar al país a un choque más o menos lejano con Europa (y con la realidad) que en muchos aspectos hace inevitable la comparación con el Titanic, el transatlántico orgullo de Reino Unido que era imposible que se hundiera, pero se hundió al chocar con un iceberg a la deriva. Gran Bretaña ha de sortear muchos icebergs en sus negociaciones para abandonar la Unión Europea, pero su clase política (tabloides incluidos) ha apostado por la ruta más arriesgada: el Brexit duro.
En tiempos del Titanic, en 1916, el Reino Unido aún era un imperio. Los partidarios del Brexit parecen creer que aún lo es. No hay obstáculo que les parezca lo bastante grande para descarrilar su sueño de una Gran Bretaña rica, poderosa e independiente de Europa. Diez meses después de que los británicos decidieran por una neta pero ajustada mayoría (52%-48%) que el país abandone la Unión Europea, los halcones del Brexit han conseguido imponer su visión más radical al conjunto del país. Y, aún más significativo, incluso quienes votaron por la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea parecen ahora resignados al divorcio —salvo unas pocas y más o menos honrosas excepciones— y apenas tienen fuerzas para combatir la apuesta por el Brexit duro por el que se ha decantado también la primera ministra, Theresa May.
Todo eso tiene explicaciones económicas de corto plazo (a pesar del pánico de primera hora tras el referéndum de junio, no se ha producido el anunciado colapso económico) y razones de pragmatismo (o sea, intereses) de carácter político: con el Partido Laborista paralizado por una crisis interna, May optó por complacer a la única oposición que le preocupa: el ala más euroescéptica de su propio partido y la poderosa prensa sensacionalista y euroescéptica, encabezada por el Daily Mail. Tras llegar a Downing Street por la puerta de atrás y sin que nadie la esperara, decidió de inmediato que su mejor opción era agarrarse al Brexit. Con esa bandera, y con la intención de negociar con la UE en una posición lo más fuerte posible, ha convocado elecciones anticipadas para el próximo 8 de junio.
May, que durante la campaña del referéndum había defendido la permanencia con la boca pequeña, se puso en manos de los brexiteers nada más llegar al poder, dándoles las tres carteras relacionadas con la gran escapada de Europa. El Tesoro, siempre clave en un Gabinete británico, se lo otorgó a un moderado remainer, Philip Hammond, un político de perfil bajo que ha acabado perdiendo todas las batallas en la guerra entre los partidarios de un Brexit duro y los que defendían la necesidad de pactar una salida que salvaguardara ante todo los intereses comerciales británicos con el continente. Forzado por su propio partido a dar marcha atrás en su anuncio de incrementar la fiscalidad de los empleados autónomos, Hammond es hoy un cadáver político, una paloma herida rodeada de halcones en el Gabinete.
Tras varios meses de dudas que le llegaron a merecer el despectivo mote de Theresa Maybe (quizá’, en inglés), ella misma acabó abrazando sin ambages la causa del Brexit duro y dejó muy claro en enero que lo más importante para su Gobierno es el control de la inmigración, por encima incluso del acceso de las empresas británicas al Mercado Interior comunitario, un factor considerado imprescindible por la clase empresarial y que amenaza con provocar a largo plazo una caída de la inversión extranjera industrial. Esa renuncia a cualquier acuerdo comercial que conlleve cesiones en materia de inmigración significa que Londres reniega de acuerdos similares a los que unen a países como Noruega o Suiza con la Unión Europea porque todos ellos conllevan contrapartidas en forma de acceso de los trabajadores comunitarios a los mercados laborales de esos países.
La prioridad que May otorga al control de la inmigración es puramente política. Se trata de sacar provecho de la ola de populismo de derechas que sacude a las democracias occidentales y consolidar su propia posición en un país en el que la oposición de izquierdas no existe porque el laborismo está roto por dentro y los liberales-demócratas bastante trabajo tienen intentando resucitar tras perecer en la coalición con los conservadores en la legislatura anterior.
Sin embargo, la estadística y la experiencia demuestran que la soberanía (o su ausencia) no es el factor principal para regular la llegada de inmigrantes. Según los datos publicados en febrero por la Oficina Nacional de Estadística (con cifras de septiembre de 2015 a septiembre de 2016), durante esos doce meses entraron en el país 268.000 inmigrantes de países de la Unión Europea y 257.000 procedentes de países terceros. Es decir, tras más de diez años de endurecimiento de las condiciones de entrada de inmigrantes procedentes de países terceros (que no tienen el derecho automático a instalarse en Reino Unido que hasta ahora sí tienen los trabajadores de los países de la UE), la mitad de la inmigración sigue llegando de países extracomunitarios.
Fervor patriótico
¿Por qué es eso así, si Londres siempre ha tenido soberanía para impedir su entrada? La pregunta no es retórica. Impedir el acceso a los trabajadores continentales al mercado laboral británico recuperando el control de las fronteras laborales que Europa ha abolido con el Mercado Interior ha sido el factor clave que dio la victoria a los partidarios del Brexit en junio pasado. Y lo que demuestran esas estadísticas, que se repiten trimestre tras trimestre, es que no basta con la soberanía para controlar la inmigración. O, lo que es lo mismo, que salir de la Unión Europea no garantiza a los británicos que podrán evitar la llegada de trabajadores europeos en el futuro.
Esa es una realidad que todos los partidos británicos han preferido ocultar antes, durante y después de la campaña del referéndum. El entonces primer ministro conservador, David Cameron, como ahora su sucesora y compañera de filas, Theresa May, no podía reconocer que el Gobierno apenas puede frenar la inmigración, tenga o no soberanía para hacerlo. May lo sabe especialmente bien porque fue ministra del Interior durante seis años antes de ser designada primera ministra. El populista UKIP tampoco podía admitir esa realidad porque era lo mismo que reconocer que toda su campaña para salir de la UE se basaba en una premisa falsa: que para acabar con la inmigración hay que salir de la UE. La misma dificultad que tenían y tienen los laboristas de Jeremy Corbyn, que sufren tal crisis y sangría de votos que defender a los inmigrantes les ganaría aplausos entre la izquierda intelectual pero no les ayudaría a recuperar votos entre las clases trabajadoras más afectadas por la globalización.
Desde el referéndum de junio pasado, la idea de que el Brexit es inevitable ha calado profundamente en la sociedad británica, que cada vez lo ve menos como una amenaza. En una encuesta de la consultora MORI para el vespertino londinense Evening Standard publicada a mediados de marzo, un considerable 37% de los encuestados cree que las cosas le irán personalmente peor tras el Brexit, pero en octubre de 2016 la cifra de pesimistas alcanzaba el 49%. Quienes piensan que el Brexit no les afectará ni para bien ni para mal eran el 24% en otoño pasado y el 40% esta primavera. Es decir, los británicos se están acomodando al Brexit, llevados por una especie de optimismo patriótico muy típico de un país en el que decenas de programas de televisión incorporan las palabras Gran Bretaña o británico.
Desde The Great British Bake Off a Britain’s Got Talent, Fake Britain, Discover Britain, Secrets of Britain, British Forces News, A Very British Hotel, A Very British Brothel, Secrets of Great British Castles, Britain’s Lost Routes, Britain on the Fiddle, The British, Best of British, Great British Menu, Great British Railway Journey, The Best of British Takeaways, Britain’s Home Truths, Digging for Britain, The Great British Countryside, The British Art at War, Britain’s Best Walks, Britain’s Busiest Motorway, British Superbikes, Pride of Britain…
Hay algunas excepciones a esa resignación. Diarios como The Guardian o Financial Times, por ejemplo. O el ex primer ministro laborista Tony Blair, que defendió a principios de año la posibilidad de que se dejara la puerta abierta a un segundo referéndum si, con el tiempo y a la vista de las negociaciones con los socios europeos, los británicos cambiaban de opinión. Pero Blair sigue estando demasiado desprestigiado para tener verdadera influencia en el debate político. O dos exministros conservadores que brillaron en tiempos de Margaret Thatcher: Kenneth Clarke (el único diputado tory que ha votado contra el Brexit en la Cámara de los Comunes) y lord (Michael) Heseltine, apartado hace unos días de sus tareas de asesor del Gobierno por votar contra el Brexit en la Cámara de los Lores.
Prensa sensacionalista
La legislación que ha dado carta blanca al Gobierno para invocar el artículo 50 de los Tratados Europeos y negociar su salida de la UE recibió la aprobación de los comunes el 13 de marzo, tras un breve rifirrafe con los lores. Éstos habían aprobado la semana anterior dos enmiendas exigiendo que el Gobierno garantizara de inmediato los derechos de residencia permanente a los ciudadanos comunitarios que actualmente viven en Reino Unido y un verdadero derecho de veto del Parlamento en las negociaciones para abandonar la UE. Pero los lores renunciaron finalmente a esas dos enmiendas, cuya imposición hubiera implicado retrasar un año el Brexit o abrir una crisis constitucional porque el Gobierno insinuó que estaba dispuesto a suprimir la Cámara de los Lores si intentaban frenarlo.
Esa renuncia se debe en parte al ambiente de intimidación en que vive el país desde el referéndum de junio, con la prensa sensacionalista ferozmente belicosa contra cualquier movimiento que parezca cuestionar el Brexit. El ejemplo más clamoroso fue la reacción del Daily Mail en noviembre pasado, cuando calificó de “enemigos del pueblo” a los tres altos jueces que dictaminaron que el Gobierno no podía invocar el artículo 50 de los Tratados Europeos (primer paso legal para abandonar la Unión Europea) sin obtener antes el permiso del Parlamento. Es inaudito que en la democracia parlamentaria con más solera de Europa un diario ataque a la justicia por haber reiterado la preeminencia del Parlamento sobre el Gobierno.
El Gobierno también ha contribuido a enrarecer el ambiente, sobre todo, tomando como rehenes de la negociación a los ciudadanos comunitarios que viven en Gran Bretaña (y, de hecho, a los británicos que viven en el continente) al negarse a garantizar su derecho a seguir en el país. Cientos de miles de continentales viven con la angustia de no saber cuál va a ser su futuro. Su preocupación aumenta cada vez que leen en la prensa casos de ciudadanos que llevan veijnte o treinta años en el país, incluso con cónyuges británicos, y a los que el Home Office les ha negado la residencia permanente por una u otra razón y les ha conminado a prepararse “para abandonar el país”. Entre las exigencias para obtener la residencia está la de explicar todas las ausencias ocurridas desde que se establecieron en el Reino Unido.
Inestabilidad territorial
Otra de las consecuencias del Brexit es la inestabilidad territorial. Los independentistas escoceses ya han anunciado oficialmente su intención de convocar un segundo referéndum de independencia antes de que se consume el Brexit, algo a lo que se opone el Gobierno de Londres al menos hasta que Reino Unido deje de formar parte de la Unión Europea. La tensión afecta también a la siempre inestable Irlanda del Norte, cuya frontera con la República de Irlanda (que ahora no existe de hecho) se convertirá en la única frontera terrestre entre el Reino Unido y la Unión Europea.
El optimismo que reina en Gran Bretaña a pesar de estas tensiones se debe a la tendencia al patriotismo de los británicos, pero también en gran parte al éxito de la economía, que no se ha hundido tras la victoria del Brexit. Los defensores de la secesión ven en ese vigor una prueba de que el país tiene un gran futuro por delante. Otros creen que esa bonanza hay que leerla en un contexto cortoplacista y que se debe a la caída de la libra tras el referéndum, al impulso de un consumo interno que no está claro que se vaya a mantener a lo largo de 2017 y a la mejora genérica de la coyuntura en las economías occidentales en los últimos meses. Y advierten sobre las catastróficas consecuencias que tendría la eventual renuncia de Gran Bretaña a un acuerdo comercial con la Unión Europea, sobre todo, si se tiene en cuenta los problemas que tendrá el país para consolidar sus tres principales alternativas comerciales: Estados Unidos (con un presidente que ha dado prioridad a la renegociación a su favor de los actuales tratados comerciales con otros países) y Australia e India (que anteponen el derecho de sus ciudadanos a acceder al Reino Unido como contrapartida a cualquier acuerdo comercial con Londres).
Hay quienes van más allá y cuestionan la capacidad misma de Reino Unido de convertirse en una potencia exportadora. “Y qué piensan exportar, ¿coches alemanes y japoneses?”, le preguntó meses atrás con sarcasmo el embajador de Alemania en Londres al ministro británico de Asuntos Exteriores, Boris Johnson, en un tenso desayuno del plenario de embajadores comunitarios. Al jocoso Boris no le hizo gracia la broma. Él está entre los políticos que creen que el Brexit será un éxito porque sí, sin mayores explicaciones que la mera confianza en la fuerza de Gran Bretaña. La misma confianza que había en el Titanic.
[Una primera versión de este artículo aparece publicada en el número de abril de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
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