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Cuando el comedor social está en plena calle

Cada día se forman largas colas para comer con los Ángeles Malagueños de la Noche.

Néstor Cenizo

Cocinado en peroles de 50 litros y dispuesto en vajilla de plástico por una veintena de voluntarios, todos los días sirven menú en la explanada que hay entre la Iglesia de Santo Domingo, el hotel de una conocida cadena y el río Guadalmedina de Málaga. Sin excepciones de fin de semana, los Ángeles Malagueños de la Noche reparten desayuno, comida y cena para aquellos que no tienen nada. Hoy hay cola, como siempre, y a las tres de la tarde, con las ollas ya vacías, habrán servido unas 600 raciones. Hay veces que la fila rodea el hotel, así que ahora la asociación se plantea mudarse a un local que haga de comedor social, donde los que no tienen nada puedan comer con la dignidad de sentarse a una mesa.

Empezaron preparando termos de café para repartir entre aquellos que dormían en la estación de autobuses. Luego consiguieron unas casetas de obra. Y la crisis les llevó a la popularidad entre aquellos que no tienen qué comer y, muchas veces, tampoco dónde dormir. Entregan 18.200 barras de pan cada mes, 4.200 kilos de fiambres, 224 kilos de azúcar, casi 4.000 litros de leche y algo más de 350 kilos de galletas, entre otros alimentos. Un 30% más que el año pasado, según sus cálculos. Llegan a servir 2.400 raciones al día en tres turnos. “Esto se queda pequeño. Cocinamos en una caseta de 2 x 2,5, con cinco fuegos…”, relata el presidente de la asociación, Antonio Meléndez. El futuro pasa por un terreno de 300 metros cuadrados cedido por el Ayuntamiento de Málaga. Para financiar la obra, la asociación ha puesto en marcha la operación ladrillo. Un ladrillo, un euro. Han colocado 18.000 ladrillos desde que lanzaron la campaña, hace un mes.

Los Ángeles Malagueños de la Noche buscan un techo, pero llevan desde 2008 dando de comer a cielo abierto a todo aquel que lo pide, sin distinción. “Preferimos que se cuele alguien a dejar sin comer a alguien que lo necesita; a mí me ha enseñado el de arriba que le dé de comer al hambriento pero no que le pida papeles”, explica el presidente, que cree haber encontrado su misión en la vida. Su discurso tiene un punto mesiánico, pero la asociación que preside no es confesional. “Este mundo no lo cambian los partidos políticos, ni las religiones; este mundo lo cambia el amor”, dice. El amor, insiste, es lo que mueve el proyecto, y no la caridad. Y luego ataca: “A todos nos gusta lavarnos la cara con los pobres. La iglesia se queja y es la segunda entidad que más bienes tiene en España, después del Estado. ¿Por qué se lavan la cara con Cáritas, si casi todo lo que hacen es por los voluntarios?”. Ellos no reciben ayudas públicas, y lo que reparten proviene de la generosidad de los particulares, empresas o restaurantes.

El trabajo lo hacen entre unos 130 voluntarios, algunos de los cuales empiezan a recoger pan a las cinco de la madrugada. Manolo García es uno de ellos; un hombre enjuto de 59 años, con la piel de la cara ajada, y la de su brazo derecho surcada por la forma de un inmenso cuchillo tatuado en tinta azul. Lleva año y medio colaborando. Hizo la cola durante tres días, hasta que decidió que prefería estar al otro lado de la barra. Francisco Rodríguez (31 años) y Carmen González (31), pareja, están en paro. Tienen una niña de seis años y un niño de ocho, y son voluntarios desde hace un año. Cuenta ella que al principio se le hacía duro, pero que ha comprendido que lo que aprende aquí vale más que los disgustos que pueda llevarse. Eduardo Álvarez (56) es un camionero prejubilado. Pasó por una depresión y le recomendaron encontrar algo que le distrajera: “Esto es vida para mí”.

Hoy el menú es pisto con huevo cocido y salchichas, pan, un refresco de naranja y helado de frambuesa. Unos dan cuenta del plato a la sombra, sobre el bordillo; otros se llevan el menú a casa, los que tienen. Antonio Cortés, que tiene 41 años y dos hijos, carga cuatro raciones para él, su mujer y sus dos hijos. Tarda cinco horas en llegar desde Los Asperones, un barrio marginal de viviendas prefabricadas levantado al oeste de Málaga con carácter provisional, según repiten las autoridades desde que lo plantaron allí, en 1987. Bambi, que tiene 54 años, también vuelve a casa, y recuerda que la primera vez que se vio en la cola se echó a llorar. Regresó a España “en un transatlántico” desde Venezuela, donde había trabajado durante más de diez años en bailando sobre un tablao. Lo que gana ahora cuidando algunas tardes a una anciana lo destina a pagar el alquiler: “Sólo me da para comer una semana”. Muchos de los que esperan para comer vuelven la cara cuando se les avisa de que se va a tomar una foto. “Vienen también antiguos empresarios. Esto enseña a ser humilde, a comprender que siempre hay uno peor que tú y que nos quejamos demasiado”, explica el presidente.

A última hora aparece “la abuela”. Juana Molina es una señora elegante y coqueta de 86 años que llega pidiendo un “pedacito” y cuenta su historia. “Yo he estado trabajando en Madrid con los más ricos; por ejemplo, con los marqueses de Santa Cruz. Vivíamos enfrente de los ministerios”, recuerda. Hoy, según dice, se ha quedado sin luz eléctrica, y hace poco le retiraron la pensión no contributiva. “¡Con las jotas que yo he bailado!”, lamenta con gracia. Ella no vuelve la cara a la foto, sino que posa con garbo. “¡Abuela, me han dicho que te lo gastas todo en el bingo!”. “¡Pero si yo ya no salgo por la noche!”, responde ella. Manuel coge entonces la bolsa con el pisto, una caja de leche y algo de pan y acompaña a Juana a su casa. “Y mañana, ¡lentejas!”, se escucha desde la caseta de obra.

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