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Don Antonio Machado: la lección inagotable

Machado, retratado por Alfonso en el Café de las Salesas, Madrid, 1934.

Miguel A. Ortega Lucas

“¿Llegaremos pronto a Sevilla?”

El lenguaje rompió a llorar

Estos versos abren un largo poema del Libro de familia (2011) de Félix Grande: su último poemario dado a la imprenta. El segundo verso es suyo; el primero no: el primero fue, es, la pregunta que una anciana, una niña de ochenta y cinco años, pronunció hace ahora tres cuartos de siglo, irreparablemente lejos de Sevilla, a demasiados kilómetros de cansancio. El poema se llama Antonio Machado escribe el último poema de su vida; y sigue así, un poco más adelante:

El Lenguaje (…)

…oye cómo doña Ana Ruiz

con entusiasmo pavoroso

pregunta a Antonio: “¿Llegaremos

pronto a Sevilla?“… y el Lenguaje

limpia la nieve al calendario,

le ve a enero el día veintiocho,

le ve a España en la sien el año

mil novecientos treinta y nueve…

…no puede resistirlo, y rompe

a llorar como un niño…

El 28 de enero de 1939, Félix Grande es apenas un niño a punto de cumplir dos años de edad, allá en el pueblo manchego de Tomelloso; y doña Ana Ruiz, junto con sus hijos Antonio y José Machado y la mujer de este último, Matea, llegan al pequeño pueblo marítimo de Collioure, en el sur de Francia.

Habían salido de Barcelona en la madrugada del domingo 22 al lunes 23 de enero, según relata Ian Gibson en su monumental biografía Antonio Machado. Ligero de equipaje: Machado, al parecer, “con su mejor traje”, azul marino, “para salir camino del exilio”. Tenía 63 años, pero aparentaba más. El renombrado poeta ruso Ilya Ehrenburg, que le vio allí en Barcelona antes del último viaje, diría después que “sólo sus ojos estaban llenos de vida”. Machado confió a Ehrenburg, al despedirse éste, casi en la puerta: “Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo estará claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado”. En la Nochevieja de 1938, Antonio Machado, su familia y medio mundo saben que la guerra (materialmente) está perdida, y que Barcelona caerá de un momento a otro. El 15 de enero de 1939, las tropas franquistas toman Tarragona, y Machado es casi forzado de nuevo por las autoridades republicanas a huir.

Salen de Barcelona, el 22 de enero; tras hacer escala en Gerona, parten a Francia en la madrugada del 26 al 27 de enero, en una penosa travesía de “millares de hombres, mujeres y niños” en que la lluvia y el viento helado del Ampurdán no dan tregua, entre los recurrentes ataques de la aviación fascista. José Machado recordaría también que su hermano “era el último en bajar siempre del vehículo” en los bombardeos: “Aunque no fuese más que por decoro”, decía Antonio, y porque, en cualquier caso, “si le caía una bomba”, ésta traería consigo “la solución”. Ya en Cerbére, primera parada del exilio tras rebasar la frontera, pasan la noche del 27 en un vagón situado en vía muerta. Machado, agotado, sufre sobre todo por su madre, que delira y a punto ha estado de extraviarse entre la multitud.

En la mañana del 28 de enero de 1939, el escritor Corpus Barga –que les ha atendido durante todo el viaje– aconseja a los Machado quedarse de momento en el pueblo de Collioure, a media hora en tren desde Cerbère. Al llegar, un empleado de la estación les recomienda el hotel Bougnol-Quintana, pero la avenida está en obras y llueve (pareciera que no va a dejar de llover nunca); hay que cruzar andando hasta la plaza. Entonces –relata Gibson–, “Corpus Barga coge en brazos a Ana Ruiz, que no pesa más que una niña”.

Avanzan, calle abajo: y Antonio Machado, y la lluvia de Collioure, y Corpus Barga (que “no sabe si es una broma o si la pobre ha vuelto en su imaginación a su juventud en Andalucía”), oyen susurrar a Ana Ruiz:

“¿Llegaremos pronto a Sevilla?”…

Machadianos

Don Antonio: así es, con esa sobria, casi enlutada reverencia, como le ha conocido siempre su cofradía lectora. Pues el término machadiano no alude sólo a una forma literaria de expresión; es también una conducta: un intento, menesteroso siempre, pero siempre consolador, de encender un candil en el pasillo a oscuras y comprender que nada (o casi nada) es nunca tan temible.

Para el poeta y catedrático Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, 1948), “la obra poética de Antonio Machado, en su conjunto, es un universo completo de emoción, de amor y de verdad, y constituye uno de los momentos más altos de toda nuestra poesía”, pero también “un ejemplo constante de profundísima humanidad”. Para el escritor y crítico Manuel Rico (Madrid, 1952) “fue el progresista auténtico del 98”, que supo unir “la proteína de sus poemas con la Historia y el sentido común del pueblo”.

El ex Director General de la UNESCO y actual presidente de la Fundación Cultura de Paz, Federico Mayor Zaragoza, que recuerda los bombardeos sobre Barcelona –donde nació, en 1934– y “la horrible posguerra”, nos dice “amar” a Machado por su pensamiento “tan fabuloso para guiarnos, entonces y hoy”. La poeta Angelina Gatell (Barcelona, 1926), que también sabe de lo que habla, considera que Machado “fue y es un paradigma de lo que debe ser un intelectual en todos los aspectos de su vida. Ni siquiera quienes fueron responsables de su doloroso final han podido disminuir la grandiosidad de su figura”.

“Hoy es siempre todavía”

Su doloroso final fue el 22 de febrero de hace setenta y cinco años, en el hotel Bougnol-Quintana de Collioure. “Una tarde –cuenta Gibson– Antonio baja al salón con una pequeña caja de madera. Se la entrega a Pauline [Quintana, cuya atención hacia los Machado resulta hoy conmovedora] y le dice: "Es tierra de España. Si muero en este pueblo, quiero que me entierren con ella".

Ya convaleciente, y según refirió Matea, la mujer de José Machado: “Estuvo cuatro días muy agitado. Se veía morir. A veces se le oía decir: ”¡Adiós, madre, adiós, madre!“, pero mamá Ana, que estaba bien cerquita en otra cama, no le oía porque estaba sumida en un coma profundo”.

Como escribió sobre él hace algunos años la poeta Francisca Aguirre (compañera de Félix Grande durante más de medio siglo): Fue Atila mucho más piadoso.

En la noche del 29 de enero de este año, cuando se cumplían exactamente setenta y cinco años del comienzo del exilio de Antonio Machado, moría Félix Grande en su casa de la calle de Alenza, en Madrid. Dos meses antes había dicho para los familiares y amigos que le escuchaban en la Fundación March:

“Muchas veces me he preguntado qué habría sido mi vida sin ayuda de don Antonio. Todos sabéis que hay un instante en vuestra noche en que todo lo malo crece, toda la tiniebla se espesa; todo lo espantoso parece no cesar nunca… Entonces llega don Antonio –que creo que algo tenía de santo–, y nos dice, como un abuelo a su nieto: ”En mi soledad / he visto cosas muy claras / que no son verdad“... Y nos salva la vida. …Hay un momento en que no podemos más; en que creemos que no podemos más… Casi siempre podemos más. Pero el que nos lo dijo fue don Antonio. Y en una de esas noches terribles nos dijo también: ”Hoy es siempre todavía“. …Os recomiendo que cuando creáis que ya no podéis más, miréis de frente, con coraje, esas palabras de don Antonio. Hoy es siempre todavía. Incluso después de hoy sigue siendo siempre todavía”.

Así, sigue escribiendo, hoy, Félix Grande Lara:

¡Noche de enero y de exilio:

Por ilusión, una puerta

cerrada. Por domicilio

un vagón en la vía muerta!

¡Qué solitario el convoy

y qué helada la esperanza!

Españolito de hoy:

adivina adivinanza.

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