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Opinión - El pueblo es quien más ordena todavía. Por Rosa María Artal
Sobre este blog

El 4 de diciembre fue tan contundente como sorpresa causó en quienes creían que Andalucía no le ponía color ni bandera a su identidad y a su deseo de libertad y democracia; un grito a su identidad y a su deseo de libertad y democracia. Aquel 4 D de 1977 cientos de miles de hombres y mujeres sacaron de sus casas todo aquello que fuera blanco y verde, banderas, aunque aún no habían florecido como a partir de aquel día, y telas y hasta trozos de colchón rayados como alguna foto inolvidable nos recuerda.

Pero fue un clamor tan alto y claro como orgulloso: Andalucía había recuperado una autoestima que la historia reciente había intentado anular con políticas de desprecio, ignorancia, ninguneo y silencio.

Los perfiles que aquí aparecen son algunos de aquellos nombres que tejieron con su obra, su voz, su actitud esa recuperación del orgullo de una tierra que siendo culta había pasado por ignorante, siendo rica había sufrido la pobreza, siendo valiente había quedado amordazada por el miedo.

No son todos pero son algunos de los imprescindibles a los que debemos agradecimiento y que los sentimos como nuestros, nuestros mejores, aquellos que además de una lección popular de inteligencia y serenidad, acompañaron a Andalucía en su camino a recordar lo mejor de sí misma y a prometerse que nunca nadie jamás volvería a humillarla.

Porque nos sobraban, nos sobran, los motivos para sentir orgullo.

Mercedes de Pablos (Directora de la Fundación Centro de Estudios Andaluces, colaborador intelectual de este site)

Francisco Ayala, cien años siendo joven

Francisco Ayala falleció superados los cien años de edad. (REUTERS)

Amalia Bulnes

En 1977 -se cumplen también ahora 40 años- Francisco Ayala pronunció una conferencia en Granada, su ciudad natal. Nada tendría de extraordinaria esta anécdota en la longeva vida de un escritor experimentado en estas lides, que cabalgó entre la docencia, las clases, cursos y conferencias magistrales, de no ser por un dato revelador: “fue mi primera intervención pública en mi ciudad natal”. Tenía 71 años y llevaba 38 en el exilio.

Con esta cita textual quedó anotado el hito en lo que Ayala llamó Relato de mi vida, una suerte de cronología vital de este hombre joven y lúcido hasta el último aliento, que jamás perdió el interés por la actualidad e incluso se acercó a las nuevas tecnologías con una cuenta propia en Facebook donde publicaba estas píldoras a modo de ejercicio mental.

Por esta misma cronología personal -aséptico repaso memorialístico, sin connotaciones  sentimentales- sabemos que volvió a España por primera vez desde su salida forzosa tras la Guerra Civil en 1960. Podemos aventurar qué diferencias encontraría Ayala en la sociedad española en esos 17 años que median entre el tímido inicio del aperturismo, aún con el eco de las sombras grises de las cartillas (el racionamiento perduró oficialmente en España hasta mayo de 1952); y la efervescencia política y social de 1977, muerto el dictador, con una Andalucía puesta en pie, decidida a hacerle frente a su futuro en la nueva España de las Autonomías que se estaba dibujando.

Ayala había comenzado hacía apenas unos meses a colaborar de forma regular con los diarios El País e Informaciones... Indicios todos que desembocarían en un hecho inevitable: su regreso definitivo del exilio en Buenos Aires para fijar su residencia en Madrid.

“Granada recibía con todos los honores a un auténtico exiliado de lujo, sin duda uno de sus más ilustres intelectuales del siglo”, recuerda el veterano periodista y escritor Eduardo Castro en sus escritos sobre La Transición en Andalucía.

“Aunque ya en 1961 había pasado en Granada unos días de riguroso incógnito, no sería hasta esta última visita cuando el escritor se decidiera a romper sus 40 años de silencio voluntario ante sus paisanos -recuerda asimismo Eduardo Castro-. Después, Ayala se iría de vuelta a Estados Unidos –donde aseguraba tener su vida ”perfectamente adaptada“–, no sin antes afirmar que durante el franquismo se había mitificado demasiado la figura del exiliado. Sus declaraciones, no exentas de polémica, formaban parte de una entrevista que me concedió para El País antes de su partida hacia Nueva York y que todavía puede merecer la pena recordar”.

Se refiere el periodista granadino a esto:

“El exilio para mí nunca ha sido excesivamente traumático. Yo creo que un andaluz tiene menos problemas de adaptación en Buenos Aires o Montevideo que en Barcelona o La Coruña. Lo que pasa es que sobre el tema del exilio se ha especulado demasiado. Naturalmente, no se trata de algo agradable, y lo peor es la distancia, pero lo cierto es que algunos han mitificado en demasía la cuestión. Por supuesto, yo no he sido de los exiliados que se pasaban todo el día llorando o suspirando”.

Sea como fuere, que Ayala pisara suelo granadino tantísimas décadas después de su nacimiento en la ciudad del Darro en 1906 no es más que un símbolo de enorme veracidad, una perfecta bisagra entre la España que habíamos sido y la España que empezábamos a ser. Francisco Ayala vivió más de lo que quiso -moriría en 2009, pocos meses antes de cumplir los 104 años-, con lo que su figura, crucial para entender tantas cosas (la generación del 27, la Guerra Civil, el exilio, el compromiso político e intelectual, el periodismo, el cine...) es un hilo conductor a través del que se puede contar todo un siglo. Podemos decir sin riesgo a equivocarnos que Ayala atrapó el siglo XX en sus escritos: El escritor en su siglo, En qué mundo vivimos, El escritor y la sociedad de masas, El escritor y el cine, Las plumas del fénix... Ninguna circunstancia le fue ajena y cuando le llegó la hora del exilio lo afrontó desde una actitud abierta. Frente a un Alberti o un Giménez Caballero que ponían su obra al servicio de sus diferentes causas, el granadino salva su obra y su propia personalidad individual de esa pugna política.

Francisco Ayala, como decíamos, había nacido en Granada en 1906, en el seno de un matrimonio liberal y culto, amante de las artes y la literatura, que proporcionó a su primogénito los nutrientes intelectuales idóneos a su temprana sensibilidad. A los 16 años, se marchó a Madrid con su familia y allí se licenció en Derecho. Se doctoró en 1931 y dos años más tarde obtuvo por oposición la cátedra de Derecho Político. Fue letrado de las Cortes desde la Proclamación de la República y ejerció como funcionario del Ministerio de Estado. Luego, vendrían los años de la guerra -su estallido le pilló dando unas conferencias en América- y, finalmente, el exilio en Buenos Aires, desde donde Francisco Ayala contribuyó a la cultura de este país como escritor, traductor, periodista, ensayista sobre cine y literatura...

Según el profesor Emilio Orozco, Ayala se encuentra situado en “la primera línea de narradores españoles”. De sus obras, Orozco destaca, principalmente, La cabeza del cordero –prohibida en España durante muchos años–, Los usurpadores y El jardín de las delicias. Otros estudiosos le dan más importancia, sin embargo, a sus dos grandes novelas, Muertes de perro y El fondo del vaso, que suponen sendas reflexiones sobre la dictadura “desde una perspectiva bastante original”.

A su regreso, en lo que podía parecer el cénit de su vida -nada más lejos-, Ayala no sólo siguió con su obra ensayística, sino que se adentró en lo que para muchos de los que hemos sido sus lectores constituye su obra cumbre: Recuerdos y olvidos, un libro de memorias en cuatro entregas, desde 1982 a 2006 (cuando cumpliría cien años), que bien podría tratarse de un tratado sobre el siglo XX en Europa y en el mundo. Eso sí, desde la mirada del niño que nace en ese rincón único que es Granada.

Ahí ya alude el intelectual a su “impaciente, imperiosa avidez vital”, una actitud que le acompañó desde su infancia, y desde la que hay que acercarse, recorriéndola, a una vida prolífica en años, en obras, en hallazgos, en destinos, en emociones... Una vida vivida con coherencia y plenitud. Como lo define su esposa y estudiante de su obra, Carolyn Richmond: un humanista. Un curioso. Un entusiasta. Un amante de la belleza. Un observador. Y como más de un siglo de vida dan para mucho, todo ello, su visión de la vida, está plasmada en más de cincuenta libros. Y reconocida con el Premio Cervantes y el Príncipe de Asturias.

Dos galardones por los que se sentía en deuda con sus lectores, con España, con los medios... Hay quienes aún le recordamos concediendo entrevistas y acudiendo a actos de homenaje en las semanas que abrazaron, tanto por delante como en los días posteriores, su cumpleaños número 100. Hablaba del cansancio vital desde una jovialidad paradójica, sonreía, agarrado como siempre a su independencia y su espíritu crítico. “Soy pesimista con el mundo”, acertaba a decir las últimas veces. No se equivocaba en su vaticinio el maestro.

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El 4 de diciembre fue tan contundente como sorpresa causó en quienes creían que Andalucía no le ponía color ni bandera a su identidad y a su deseo de libertad y democracia; un grito a su identidad y a su deseo de libertad y democracia. Aquel 4 D de 1977 cientos de miles de hombres y mujeres sacaron de sus casas todo aquello que fuera blanco y verde, banderas, aunque aún no habían florecido como a partir de aquel día, y telas y hasta trozos de colchón rayados como alguna foto inolvidable nos recuerda.

Pero fue un clamor tan alto y claro como orgulloso: Andalucía había recuperado una autoestima que la historia reciente había intentado anular con políticas de desprecio, ignorancia, ninguneo y silencio.

Los perfiles que aquí aparecen son algunos de aquellos nombres que tejieron con su obra, su voz, su actitud esa recuperación del orgullo de una tierra que siendo culta había pasado por ignorante, siendo rica había sufrido la pobreza, siendo valiente había quedado amordazada por el miedo.

No son todos pero son algunos de los imprescindibles a los que debemos agradecimiento y que los sentimos como nuestros, nuestros mejores, aquellos que además de una lección popular de inteligencia y serenidad, acompañaron a Andalucía en su camino a recordar lo mejor de sí misma y a prometerse que nunca nadie jamás volvería a humillarla.

Porque nos sobraban, nos sobran, los motivos para sentir orgullo.

Mercedes de Pablos (Directora de la Fundación Centro de Estudios Andaluces, colaborador intelectual de este site)

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