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Más de 20.000 cadáveres invisibles bajo las aguas del Mar Mediterráneo

Playa de La Herradura (Granada)

Miguel A. Ortega Lucas

Llega la policía apenas clavada la última cruz. Una cruz de caña, de sólo dos ejes trabados con una cuerda. Una cruz como todas las demás (todas similares; ninguna igual que otra) que conforman el improvisado cementerio, como mástiles de barcos asomando desde el fondo de la arena. Y en el centro, en el vértice de cada una de ellas, una estampa en blanco y negro con rostros oscuros de ojos grandes, miradas de cansancio, o miedo, o nada.

Llega la policía y se acaba la historia, apenas comenzada, a pesar de la madruguera, el ánimo, el trabajo de los seis jóvenes que desde primera hora de la mañana han estado elaborando y colocando en Playa Granada los motivos de su actividad: la severa puesta en escena que sirve tanto de tributo como de grito sordo, de bofetada silenciosa (“Qué mal rollo”, comenta algún bañista al franquear la pasarela) y de pretexto para el diálogo. Porque el problema, claro, es que cuando uno va a la playa lo que espera es encontrar sombrillas, y no un cementerio, aunque sea simbólico, de fantasmas remotos sin identificar. Precisamente para desalambrar esa distancia entre los voluntarios (aguafiestas, 'siesos' del domingo) y los inocentes ciudadanos que sólo han venido a pasar un tranquilo día de playa, sirve el primer impacto del paisaje.

Pero llega la policía, y no por iniciativa propia: algún bañista se ha quejado por teléfono, antes de dirigirse a los muchachos. El agente que habla con Alejandro omite los detalles de la llamada, pero le informa de que se precisa autorización para “ocupar espacio público” (las sombrillas, las colchonetas, el volumen corpóreo de la propia gente no supone ocupación de espacio público). No hay problema, tranquiliza Alejandro, que conversa amigable con los tres funcionarios del Ayuntamiento y les explica el motivo de la intervención: “Es algo que llevamos haciendo ya tres veranos en esta playa, como homenaje a los que han muerto al huir de su país e intentar llegar a nuestras costas”. El policía local –correcto, educado– lo comprende muy bien –e insiste en este punto– pero señala que, lamentablemente, es lo que hay, no está en su mano. El protocolo le obliga a pedir el DNI a Alejandro; y Alejandro y el resto del grupo (Álvaro, Carlos, María, Félix, Mar) se ven asimismo obligados a deshacer el trabajo y limpiar la playa de cruces.

Alejandro es Alejandro Ruiz Morillas, de 32 años; biólogo, poeta, activista social en diversos frentes y responsable, junto con Antonio Granadilla y la mencionada María Rodríguez, del grupo A Desalambrar en Granada. Una plataforma nacional procedente del llamado teatro de la escucha que ideó en Murcia, en 2009, la acción de marras, Fronteras invisibles, con el fin de recordar “la guerra contra los empobrecidos del Sur”, según reza su manifiesto. Ésa que continúa, desde hace decenios, “expoliando sus países, provocando guerras, explotando a sus gentes como mercancía” y forzando al éxodo a miles de personas, en un genocidio sin término que se viene cobrando desde el pasado siglo “más víctimas que la Segunda Guerra Mundial”. Fronteras invisibles se ha desarrollado este año, además de en lugares de toda España (Murcia, Madrid, Barcelona, Galicia…), en Londres, Marsella, Varsovia, la frontera mexicano-estadounidense...

Fronteras invisibles; guerra silenciosa. Pero no sólo las que padecen las víctimas: también las que mantenemos todos soterrada, diariamente, a este lado de la orilla, y que nos impiden mirarnos sin velos a los ojos.

Fronteras cotidianas

Los integrantes de A Desalambrar no pueden (ni pretenden) detener, ellos solos, el FRONTEX (la Agencia Europea para el Control de las Fronteras al que la plataforma atribuye “el trabajo sucio en materia de represión de los migrantes”), o ciertas leyes de la Unión Europea, o los CIE’s (Centros de Internamiento para Extranjeros); ni siquiera evitar que les levanten las cruces de su cementerio metafórico. Pero sí pueden hablar cara a cara, mirar a los ojos; derribar el muro silente de los que pretendemos creer que sólo pasamos por aquí. Y que nos registren.

“Nuestro interés es implicar a la gente desde lo concreto, lo más cercano, porque desde experiencias concretas, pequeñas, se pueden empezar a hacer mayores cosas”. Alejandro se concede una tregua bajo la sombra para hablar con el periodista, ahora en la vecina playa de La Herradura, adonde todo el grupo se ha trasladado con sus bártulos: carga y descarga del coche y vuelta a clavar las cruces, a intentar establecer diálogo con los bañistas, los curiosos que se acercan a interesarse por la instalación. “Es un espacio para hablar de este drama con la gente desde una perspectiva simbólica. La forma en que solemos encarar estos dramas es obviarlos, para poder seguir con nuestras vidas sin dar una respuesta. Pero lo cierto es que vas a bañarte a un mar [el Mediterráneo] en el que sabes que hay más de 20.000 cadáveres [los muertos estimados desde 1988 al intentar alcanzar las costas de Andalucía y Canarias, según la UNESCO]. De esa impotencia viene hacer esto. Pero siempre desde la no violencia, porque si no, alimentas la misma estructura que genera el mal”.

Recuerdan, las palabras de Alejandro, a Insomnio, aquel poema de Dámaso Alonso (“Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres…) en el que los cadáveres resultan más bien los muertos vivientes que intentan conciliar el sueño tras la devastación, en la miseria moral de la dictadura: ”Sí; podríamos plantearnos quién está más muerto, los del fondo del mar o los que llaman a la policía porque se molestan… Para mí ha sido más honesto el policía. Y es que tenemos miedo del otro; preferimos mandar a alguien a que nos quite de la vista el problema… Eso es justo lo que pasa con los inmigrantes“. Como con tantas otras cosas, ”necesitamos cada vez más espacio para que la realidad no nos salpique, que no salpique a nuestros hijos y no se hagan preguntas; que no exista“.

Hijos. Precisamente María dialoga ahora con un trío de amiguetes que rondan los once, los doce años. Los púberes se han acercado a las cruces (“¿Es por lo de Santiago?”, el accidente de tren, preguntan al principio). Luego, alguno asevera que los inmigrantes “vienen a quitarnos el trabajo” –igual que otra señora mucho más mayor, horas antes, en Playa Granada. También pregunta alguno, perplejo: “¿Y no os pagan por hacer esto?”.

El trabajo silencioso

En opinión de Mar, psicóloga, otra de las voluntarias hoy en la playa y especializada en intervención social creativa, “si no cambiamos previamente la forma de pensar, si no cambiamos nosotros, las personas que formamos las comunidades, el sistema no va a cambiar nunca de forma sustancial”. Por ello ve un síntoma esperanzador en el hecho de haber encontrado hoy, también, a gente dispuesta a luchar, sin ningún ruido, desde su propia parcela de vida.

Se refiere Mar a profesionales de distintas ramas que han ido acercándose al grupo a lo largo del día, sigilosamente, para solidarizarse con la campaña. Dando las gracias por ese homenaje a las víctimas, contando su lucha particular; compartiendo historias, incluso, que por su trabajo tienen que ver directamente con el drama de la inmigración, con el naufragio. Personal relacionado con el control marítimo, o con la seguridad, que, quizás, a veces, no ven ciertas cosas (o directamente intervienen en sentido contrario al estipulado). Médicos que –quizás, tal vez, a veces– no acatan exactamente las órdenes de arriba de no atender a los inmigrantes en los centros de salud… Etcétera.

Gente “invisible” la mayoría del tiempo, como los mismos integrantes de la plataforma, que hacen cada día, sencillamente, lo que creen que debe ser su trabajo. Y que tampoco se resignan a tomar el sol sin conflictos frente a un mar de más de 20.000 cadáveres. La población total, por cierto, de ciudades como Nerja, Almonte o Guadix.

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