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Día 48 en estado de alarma: los amigos

Amigos /foto: Luis Serrano

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Toca ir bajando poco a poco la montaña. Dicen los alpinistas que la desescalada es muchas veces el momento más delicado de cualquier aventura. El cuerpo está cansado. Los músculos, entumecidos. Las yemas de los dedos han perdido su sensibilidad. Se hace raro, tras tantos días de soledad, de autodisciplina, de sacrificio, empezar a descender al ruido, a la gente, al calor. Da vértigo. Da un poco de miedo.

Durante este tiempo nos hemos vaciado. Nos hemos acostumbrado a vivir con poco. Ha sido un proceso de apagado controlado, como esas grandes fábricas que van paulatinamente desconectando las máquinas. Primero fue el ajetreo del trabajo. El tráfico. Los compromisos. Los bares. El deporte. Las compras. Los caprichos. Al tiempo incluso el teléfono y el incordio del whatsapp se ha ido callando. Las llamadas grupales. Los vermús a distancia. El zoom.

Nos hemos ido quedando con poquito, con lo justo, con lo imprescindible. Un détox, lo llaman ahora. Una masiva bajada de pulsaciones. Lo mismo ha pasado con las personas. Después de achicharrar a todos nuestros conocidos en las primeras semanas, nos hemos ido quedando con poquitos, con los justos, con los imprescindibles.

Ahora nos dicen que podemos salir fuera y aquí estamos, frotándonos los ojos, acostumbrándonos a la luz, un poco temerosos de cruzar el umbral. Más solos, más tristes, quizá también un poquito más sabios. En estas semanas nos hemos mirado algo más al fondo de lo habitual. Respirado más hondo. Hemos aprendido a contar nuestras necesidades con los dedos de una mano. Y redescubierto, qué obvia verdad, que con los amigos pasa lo mismo (La ventana de Ángela)

Feliz cumpleaños

Quien tiene un amigo, tiene un tesoro, y es algo en lo que yo creo a pies juntillas. A veces, cuando me paro a pensar (y no lo hago muy a menudo no vaya a ser que me acostumbre) en las cosas que realmente me hacen feliz en esta vida, una de ellas es estar con mis amigos. Y los viernes, después de la semana trabajando, son de esos días en que te sienta de maravilla quedar con ellos a tomar una cerveza o diez.

Organizar una cenita por la noche en casa y, ahora que viene el buen tiempo, en la azotea.

Hablo con mis amigos a diario y nos decimos las ganas que tenemos de vernos, aunque sea en la distancia, charlar un ratito. Cada vez soporto menos el Skype. Acaba de pasar el cumpleaños de mi amigo Fermín y hoy, 2 de Mayo, es el de Antonio, ¡felicidades! Con este largo confinamiento nos estamos dejando atrás todas estas celebraciones. Con sus abrazos, sus risas y un pasarlo bien sin contar el tiempo. Como decía Heráclito, si no me equivoco, no nos bañamos dos veces en el mismo río.

Esto que nos estamos perdiendo, difícilmente vamos a recuperarlo. Pero es viernes y hay que ser optimista, porque cuando estés leyendo ésto ya será sábado y podrás estar paseando, montando en bicicleta, acompañado por primera vez en 47 días con sus noches incluidas. En el kilómetro que rodea mi casa tengo unos cuantos buenos amigos y hemos quedado en vernos por el camino, mientras andamos, aunque sea en la distancia. Podernos saludar, sonreírnos y hacernos promesas de caracoles, charlas, tertulias y risas, muchas risas.

Me gusta la amistad con todo lo que implica de compromiso, lealtad, cariño y más cosas que no pondré porque no me llamen cursi. Me siento un ser afortunado por el magnífico puñado de amigos que tengo, y a los que extraño otro viernes más. Hoy la ventana es para nosotros. Ya falta menos para tu cumpleaños Rafa, tranquilo que a ese si llegamos. (La ventana de Luis)

¿A quién quieres más?

El confinamiento sirve para echar de menos la cercanía -la epidérmica- de los amigos, pero también te alivia que no te puedan reprochar que quizá estás demasiado ocupada para quedar todo lo que te demandan. Cierto que el boom de las vídeollamadas nos motivó las primeras semanas, pero en mi caso por lo menos, ha ido bajando el ritmo. No sé si por la frustración que puede generar cualquier relación digital o porque nuestro ánimo ha decaído en general conforme pasan los días.

¿Quién es tu mejor amiga o amigo? ¿quieres más a Fulanita o a Menganito? me preguntan de vez en cuando mis hijas, y se sorprenden de que no tenga una o uno nada más, porque por concepto lo reducen a la unidad. Les explico que no puedo elegir porque todos son de verdad, y pocos. Les digo qué distintas cosas me enseña la verdadera amistad. Una de las más reveladoras es la capacidad de celebrar de corazón el éxito de un amigo, que es más difícil que dejarlo llorar en tu hombro. Una segunda es la magia de llevarnos semanas, quizá meses, sin vernos, incluso sin hablar por teléfono, pero cuando nos encontramos, parece que el tiempo no ha pasado, que nos vimos ayer. Y una tercera es que, salvo los cómodos silencios y la lealtad, no con todos comparto ni vivo lo mismo. Y entonces, me preguntan: Vale, pues ¿con cuál te confinarías? (La ventana de Olga)

Tocar

Una de las cosas que más me angustia de esta cuarentena son los amigos que la están pasando a solas. Sospecho que es imposible hacerles compañía, por muchos mensajes, llamadas, videollamadas, zooms y skypes que les hagas. Tras medio centenar de días, me queda clara una cosa: nada, absolutamente nada reemplaza que te toquen. No tiene que ser sexual. Creo que basta una caricia, un toque amistoso, un abrazo, para sentirse reconfortado.

Cuando tenía 20 años, pasé un verano en Alemania. Nadie me rozó en dos meses. Hasta la última semana. Fue un toque leve, de una compañera del periódico donde hacía prácticas. Un gesto amistoso… pero os juro que me pareció el gesto más tierno y cariñoso del mundo.

Hay una escena tremendamente dolorosa de ‘El secreto de sus ojos’, la película dirigida por Juan José Campanella y protagonizada por Ricardo Darín y Soledad Villamil. Hacia el final de la película, Darín descubre que el marido de la víctima del caso que investiga se ha tomado la justicia por su mano. Llevado por el dolor, ha encarcelado al asesino de su mujer. Durante décadas, alimenta al preso todos los días, pero lo mantiene aislado, privado de libertad y sin ningún contacto humano. Cuando el detective se acerca a él, el reo, consumido, le suplica con un hilo de voz: “Por favor dígale, pídale que, aunque sea, me hable… por favor”. Y que me toque… añadiría yo. Ay, amigos, qué ganas de abrazaros. (La ventana de Alejandro)

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