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Día 17 en estado de alarma: indispensables

Los pastores y la gente de campo mantienen su actividad en estos días

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Todos los días, a las ocho, salimos a aplaudir. Primero lo hicimos para alentar a los más evidentes,  los que estaban en primera línea de fuego, esa línea Maginot contra el coronavirus: los sanitarios. Y seguimos haciéndolo, no en vano entre ellos se encuentra el mayor número de bajas. Después, ese círculo se fue ampliando y fuimos aplaudiendo a la policía, el ejército, Guardia Civil, trabajadores de supermercados....

Ayer estuve hablando con mi amigo Pedro, de profesión ovejero en un pueblito de Cáceres, con el que me une una relación especial. Charlamos  de cómo estaba el campo, de si la hierba estaba crecida, de cómo corrían los arroyos  y de las últimas lluvias, que con suerte salvan la primavera.

“Hay que ver Luis, antes de todo ésto, estábamos con los tractores cortando las carreteras con nuestras reivindicaciones,  y ya nadie se acuerda. Ahora estamos callados, haciendo nuestro trabajo como siempre. Quizás en la ciudad no os dais cuenta, pero nosotros estamos aquí en la retaguardia, día y noche, y con un frío  que se ha echado que vuelve a parecer invierno, para que no falte de nada”. Terminamos con abrazos para la familia y con ganas de vernos pronto en cuanto levanten el confinamiento. Al final, con cierta gusa, se despidió: “Entretanto Luis, te voy a mandar un cordero para que  hagas un vídeo de esos que tú haces y se nos ponga en valor.” No va a hacer falta Pedro, aquí está ya mi aplauso. (La ventana de Luis)

Sucedió una noche de pandemia

El primer fin de semana de cuarentena fue especialmente desconcertante. Desde entonces, el cine se ha convertido en un refugio que nos permite viajar a otros universos, donde nadie está encerrado entre cuatro paredes y las vidas de los demás resultan apasionantes.

El caso es que aquel sábado, en nuestro particular universo cinematográfico, nos faltaba un clasicazo: ‘Sucedió una noche’ (Frank Capra), una de las películas más oscarizadas de la historia y uno de los clásicos favoritos de Irene.

En un acto (casi) reflejo, saqué mi móvil, busqué el blu-ray en la aplicación de Amazon y en un click estaba comprado: el lunes llegaría a casa. Un acto cotidiano que, de pronto, en plena pandemia mundial había cambiado por completo de sentido:la salud de un trabajador puesta en riesgo por un capricho. Lo cotidiano convertido en trágico.

El lunes a primera hora tenía la película en la puerta. Sudoroso y exhausto, allí estaba el repartidor. “Entregado el 16 de marzo”, reza en mi app de Amazon. Por tan solo 11,50 euros. Desde entonces, no hemos vuelto a pedir nada a domicilio. No sabemos nada de la salud de nuestro repartidor, pero sí que la película sigue en la estantería del salón con su plastiquito protector. Como tantas otras. (La ventana de Alejandro)

Repartidores

Ya le tenía cariño a los repartidores antes de esta crisis. Ahora, son parte de mi vida. Los pitidos de las señales horarios de las 10.00 en las radios se mezclan con los de la furgoneta del pan. El chico que reparte es músico, oboísta, y se gana la vida repartiendo mientras termina su formación musical. Para no manejar dinero, lleva un folio en el que apunta el pan que entrega y lo cobra cada dos semanas. Un rato después ha llegado el pescadero. Le mandas un Whatsapp a primera hora y un rato después te lleva a casa coquinas que todavía huelen a mar. Madruga más que el sol para traerlas de la lonja de Isla Cristina.

El domingo, se nos antojaron unos pasteles. Sí, también hay repartidores de pasteles en un pueblo chico como Gerena. En menos de media hora teníamos en casa unas palmeras de chocolate de esas ideales para ver el fútbol, aunque no haya fútbol. 

Los repartidores se han convertido en héroes, a los que damos propina y les pedimos que no se expongan más de la cuenta. Son nuestros gorillas del coronavirus, que nos aparcan la tranquilidad de no movernos de casa en lugar de nuestros coches. Ellos, también, están curando el virus. (La ventana de Fermin)

El engranaje

Ya sé que en el top ten de los salvadores -que en cualquier momento pueden quedar todos desbancados por los que descubran el remedio contra el COVID 19- están los sanitarios, las fuerzas de seguridad, los transportistas, los limpiadores, los reponedores, los tenderos, los repartidores, los informadores... Pero si algo hace una situación como ésta es revelarnos los útiles que son tantos en el engranaje de la colectividad. Duro que nos lo tengan que enseñar a golpes.

Pongo dos ejemplos de mi confinamiento: uno solucionado y otro, un dilema. El primero [curioso porque ya sé de otras dos personas a las que les ha pasado lo mismo durante esta etapa tan extraña; comienzo a pensar que hay algo de conspiración detrás] fue que el frigorífico se me averió. Llegó el nuevo, pero a duras penas por el lío montado con el estado de alarma, y con mil excusas por el retraso por parte de los transportistas [instaladores o como se diga]. Pero lo trajeron, y ellos fueron mis salvadores.

El segundo es más reciente. Niña con hipermetropía [de la importante; no de un 2 o un 3] y cita pendiente con oftalmóloga para nueva graduación y cambio de cristales. Se anula la cita porque se ha anulado casi todo. Hoy se ha roto la montura de las gafas que, ojo, con cristales incluidos, rondan los 300 euros [ya dije que eran de hipermétrope de campeonato]. El apaño con cinta aislante no está resultando suficiente porque se han roto por la parte chunga. Me diréis que vaya al óptico, que está abierto por ser de primera necesidad, y que encargue otras. Pero claro, con la graduación antigua, ¿no? Para dentro de un par de meses, que con suerte la vea la oftalmóloga, me dé una nueva medición y tenga que comprar otras. En fin, que estoy esperando a ver si el salvador es sin remedio el óptico [previo pago] o un tutorial de Youtube de los buenos. (La ventana de Olga)

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