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Día 46 en estado de alarma: la limpieza

Atrapados en la limpieza diaria/Foto: Luis Serrano

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Creo recordar, porque ya todo se pierde, que al principio de todo esto limpiamos mucho Mario y yo. Al menos, dos días seguidos. Esa iba a ser nuestra nueva normalidad, hasta que llegase otra. Limpiar cada mañana, porque así mataríamos el tiempo y de paso quizás algún bicho. Limpiábamos el suelo y los pomos de las puertas, y él peleaba por hacerse con el cepillo o la fregona. Qué divertido limpiar, nos iba a quedar la casa como los chorros del oro.

Aquello no duró mucho. Pronto quedó claro que limpiar no es ocio ni negocio. Quiero decir: ni es lo más divertido que uno puede hacer en una pandemia, ni nos va a dar de comer. Bastante tenemos con todo lo demás, como para luchar a diario contra el polvo, que para mí siempre ha tenido un aura de invencible. Así que la limpieza fue degradada a actividad de fin de semana.

De sábado a sábado, mantenemos la casa en buen estado de revista y aplicamos una máxima de sentido común: no es más limpio quien más limpia sino quien menos ensucia. Esto significa que hay que mantenerse alerta para evitar ser engullido por un gorro de cocinero, una oruga de madera, un catalejo y no sé cuántos artilugios, dispuestos todos para una maniobra envolvente que permita a Mario lograr su último objetivo: conquistar todo el salón. Dominar la tierra. Eso sí es la guerra, y no las escaramuzas de una limpieza sabatina. (La ventana de Néstor)

Químico

Me presento ahora mismo a unas oposiciones de químico del Estado y las apruebo del tirón. Porque, en estos días de confinamiento, me he hecho un experto en el manejo de la química doméstica. Te mezclo una proporción al 20% de lejía con amoniaco, que te quito toda la verdina de la azotea en un abrir y cerrar de ojos. Que tengo mi casa como una patena (los que no hayan estudiado en colegio religioso que se vayan al diccionario).

Con la neura que tenemos al virus no ha olido mi casa nunca tanto a desinfectante en su vida, que parece la entrada a la antesala de un quirófano. Las cajitas con los guantes, las mascarillas y el cubo con la fregona, el fregasuelos y la lejía.

“¡Qué suerte tienes tú que vives en una casa!”. Menos cuando tienes que barrer y fregar las escaleras, que empiezas por arriba y cuando llegas a abajo estás muerto total. Eso si no te has tropezado con el cubo o enredado con el trapo del polvo, el recogedor y la escoba y te has despeñado antes.

Pero el misterio más grande es que si sólo somos dos y salimos lo imprescindible, no alternamos, ni vamos a bodas, ni a cenar con los amigos..... cómo es posible que ensuciemos tanta ropa, que no paro de poner lavadoras. Y ahora te haces los cuatro tramos de escalera, con el baño hasta arriba de ropa y toallas mojadas, que cuando abres la puerta de la azotea parece que has coronado el K2.

No me entretengo más, que tengo que sacar los filtros de la campana que he metido en un baño con una solución de Agerul, bicarbonato y un chorreón de fregasuelos,

que no te puedes ni imaginar cómo salen de limpios, sin una gota de grasa. Vamos, que parece que en mi casa sólo se come a la plancha. (La ventana de Luis)

El olor de la lejía

Estos días se limpia más. Están los que siempre se han afanado en esta ingrata tarea, los obligados porque han tenido que prescindir temporalmente de quien les prestaba este servicio y quien simplemente se ha volcado con la limpieza extra por miedo a los virus, cuando no por tedio. Estoy entre los primeros porque, incluso cuando no había pandemia, no tenía a nadie para eliminar la suciedad que se genera en mi piso -nivel estantería de polvero- porque el bolsillo no me lo permite con contrato y de otra manera no me lo permito yo.

Como soy habitual en esto de la limpieza, me cabreé cuando fui al supermercado y vi que a una panda de advenedizos le había dado por lejía. He tenido que estar unos días tirando de amoniaco, que vale, tiene sus ventajas, pero huele a pis. La lejía en cambio, huele a infancia, a sábado por la mañana, a las gotitas que mi madre echaba en el agua para lavar la lechuga, a manos de abuela.

No, en serio, no se me va la pinza como a los que han regado con lejía la playa de Zahara de los Atunes para limpiar la arena de virus, ni tampoco como a Donald Trump y sus remedios con la bleach, pero sí me entran ganas de que este furor por la limpieza que parece que nos ha dado a todos lo usemos para una higiene general de pensamientos antes de la fase 0. (La ventana de Olga)

“Fordismo”

En casa somos fieles amantes del fordismo (la producción en cadena de coches que mejoró la Ford). Vamos a pachas, vaya. Irene odia tender y yo, barrer. Ella le da una manita al suelo y yo me encargo de hacer la colada, los baños y tirar la basura. No hay nada que encuentre más desesperante que darle a la escoba, acumulando montoncitos de mugre, mientras la superficie de mi casa se me hace más vasta que el desierto del Sáhara.

En cambio, poner una lavadora y, sobre todo, limpiar los platos y dejar la encimera (muerte al sucio conglomerado) como los chorros del oro me hace sentir más satisfecho que cocinar puchero y que, en una sola olla, haya comida para una semana, entre potajes, sopas, croquetas y pringás.

De esta cuarentena no saldré listo para que me fichen en Lipasam, pero entre las papas con chocos, el atún encebollao, las fajitas y los cocidos, lo mismo Ángel León me hace un hueco en Aponiente. (La ventana de Alejandro)

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