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Día 8 del estado de alarma: naturaleza “salvaje”

El mirlo

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En estos días de casa convertida en búnker, pienso a veces en lo que no veo cuando me asomo a la trinchera, que es el balcón. Fantaseo con la idea de que más allá de la rotonda, donde la vista no llega, hay un mundo salvaje para descubrir cuando me dejen. También que la naturaleza está tomando el asfalto por asalto, aunque en realidad creo que va a necesitar mucho tiempo para reconquistar la tierra.

Mi contacto con lo natural estos días es un teléfono. Llega un vídeo de un jabalí desnortado y escoltado por la Policía en el Morlaco, como si hubiera bajado a darse un chapuzón. También una foto de mi tía Carmen, con La Maroma nevada, en esta primavera que se ha vuelto invierno. Y dicen mis padres que oyen los pájaros como cada mañana. Seguro que allí siguen cayendo las piñas, aunque Mario ahora no pueda recogerlas.

En mi casa, como en casi todas, la naturaleza es doméstica. Lo es el gato con ruedas, y el peine búho, y tigre, elefante y león, tan civilizados que se pasan el día subidos a un tren. José Luis, el jardinero de la comunidad, volvió a recortar el césped ayer, no sea que nos convirtamos en jungla. Si la naturaleza quiere su sitio tendrá que ganárselo. Es como ese vídeo de Querido Antonio, que sugiere que para pasar la cuarentena elijamos un atuendo elegante, incluso atrevido, ¿por qué no un traje? Vendrá lo que sea, pero nos pillará con el jardín maqueado.

Veo el peatón verde parpadeando en el semáforo, urgiendo a nadie a cruzar porque en cinco segundos será el turno de los coches que no hay. Vestigios de cuando íbamos rápido. Nos habíamos preparado para otro tipo de vida. (El balcón de Néstor)

“Ciudad jurásica”

Adoro a Ian Malcolm. Probablemente mi personaje favorito de 'Parque Jurásico' junto a la paleontóloga Ellie Sattler. El caso es que la lapidaria frase del matemático se ha hecho ferozmente realidad estos días: “La vida se abre camino”.

No sólo hay delfines conquistando Cerdeña, pececitos inundando Venecia o jabalíes tomando Barcelona. También hay pajaritos que campan a sus anchas por las desiertas calles de Sevilla y familias de patos haciéndose, por derecho propio, con el carril bici de la Avenida Adolfo Suárez.

La vida se abre camino de manera inesperada. Supongo que siempre ha estado ahí, en cada rincón de nuestra casa, en cada palmo de nuestras calles. Pero, de pronto, la vida brota ante nuestros ojos, mientras el tiempo fluye densamente.

Vemos una polilla que vuela por la terraza, una mosquita escondida en la alacena, una orquídea que saluda a la primavera o un mirlo que canta al amanecer. La vida también se abre camino en los puntos más prosaicos de nuestro cuerpo. Sin darnos cuenta, crecen el vello, el cabello y las uñas, que de pronto nos miramos con aprensión. Ayer me las corté hasta el mismísimo lecho unguenal. Vamos, que no dejé ni un filito blanco. Y así, de pronto, lo cotidiano adquiere una nueva dimensión y cortarse las uñas parece una tarea esencial. De vida o muerte. No sé si me explico. Que la vida se abra camino... pero en otro sitio. (La ventana de Alejandro)

Blackbird

(La ventana de Luis) Así llaman los ingleses al mirlo, ese pájaro negro de pico naranja que vive en el alféizar de la casa de mi vecina. Canta con un trino monótono todas las horas del día, ajeno al estado de alarma en que vivimos, y como la azotea es mi único recurso al aire libre, ya nos estamos haciendo compadres.

Hasta ahí vale, es lo que tiene ser pájaro, pero es que el mirlo comienza a cantar en Enero y no para hasta bien entrado el verano. Me tiene frito. “Hijo, con lo bonito que es el cantar de los pájaros”. También es maravilloso escuchar una orquesta y recuerdo que tuve de vecino a una flauta travesera de la Sinfónica de Sevilla, que ensayaba al caer la tarde tocando la sintonía de farmacia de guardia. Como el mirlo. Un día después de un ensayo, según me contó, le robaron la flauta en un bar cercano al Maestranza. No tuve nada que ver, lo juro, pero vivimos un tiempo en una paz infinita.

Ahora, el silencio maravilloso de estas noches de reclusión se ve interrumpido, todos los días a partir de las tres de la madrugada, por el mirlo del alféizar henchido de alegría primaveral. Casi prefiero a mis adorables vecinos poniendo a prueba los anclajes del tálamo nupcial. Son más silenciosos y menos monótonos. Entiendo que la naturaleza siga su curso con independencia de nuestros pesares, pero la verdad es que este Blackbird me tiene ya un poquito negro.

Asamblea de gorriones

(La ventana de Olga) No voy a contar que por mi ventana haya visto patos que despistados se hayan alejado de la dársena, que podría ser porque la tengo cerca, ni mucho menos ciervos, jabalíes o zorros como los que se constatan estos días por redes sociales, como si la naturaleza se hubiera apoderado de las ciudades riéndose de nuestro confinamiento.

Me siguen despertando los mismos mirlos, que son aquí nuestras alondras, y que estos días se afanan en busca de lombrices en los alcorques de la calle con la parsimonia que les brinda la reducción de paseantes. Sigo oyendo los mismos gorriones cada atardecer en asamblea en el naranjo más frondoso de los seis que hay en la plaza, a esa hora en que veo ya los primeros vencejos de la primavera pintando un cielo libre de tráfico aéreo. Pero noto, como relataba el otro día, la creciente inquietud en el gorjeo de las palomas, que comienzan a notar la escasez del bocado fácil.

Respiro también el aire más limpio, perfumado por la tierra mojada de estos días de lluvia a medias. Y sobre todo, disfruto del descenso de la contaminación acústica que haría fácil conciliar el sueño si no nos pesara tanta incertidumbre. Y vuelvo a pensar que el planeta se sacude de vez en cuando porque se juega su supervivencia.

Perruna existencia

(La ventana de María Dolores) “Mis dueños salen menos de casa, y salgo menos, y viene menos gente. Bueno, no viene nadie”. Eso debe pensar cada día Pumba, una Labrador que no sólo cuida como perro guía de María Dolores en Gerena, sino que es parte de la familia y una vecina más de su calle. Su perruna existencia es más tranquila ahora. Sale a la calle un par de veces al día, y se cruza con las ovejas que pastan cerca de su casa y ese vecino que se hace el despistado paseando ese perro que está harto de pasear.

Pumba no ladra siquiera, no quiere despertar a Carolina, que con solo un año mira por la ventana cómo pasa la gente que antes entraba a verla. Carolina y Pumba no entienden nada. En realidad, nos pasa a muchos lo mismo.

Naturaleza despeinada

(La ventana de Lucre) Cuando me peino mucho, mis hijas me riñen y me dicen que estoy más guapa “despeinaíta, como vas tú siempre, mamá”. No sé si es cierto o falso, o si sumando años el peinado es lo de menos. Pero las entiendo.

Las entiendo porque no me gustan los árboles y las plantas podados con formas artificiales, los jardines demasiado ordenados. Les reconozco el trabajo y el arte pero me va más la naturaleza “despeinada”. Por eso, aunque sé que estamos en un momento clave, peleando contra nuestro enemigo invisible, me asomo a la terraza y me da cierta satisfacción tener la sensación de que le hemos dado un respiro a la naturaleza. Igual, después de nuestro confinamiento, nos gusta como queda. Un poco más a su aire (limpio) y con los pelos a lo loco.

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